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MOCHALES

Donna

 

Donna es una australiana de cincuenta y tantos años. Sin recauchutar. Sin pechos operados. Con millones en el banco. Y con una vasta cultura que me hizo acercarme a ella en aquella terraza del Sailing Club, restaurante donde se toman copas que si han sido muchas, llegan a distorsionar la apoteósica puesta de sol, donde tras desaparecer la estrella incandescente, los cielos se mezclan de celestes milagrosos y rojos amarantos. Que uno, a veces, intenta hacer memoria por si el dos por uno en vez de segunda copa conllevaba ingesta de ácido.

 

Donna bebía gin-tonic de Gordon’s. Le conté hasta cuatro, y cuando pedía el quinto me lancé a por la presa, que en esos instantes de embriaguez, suele andar entre atolondrada e incandescente. Para colmarme de ilusiones, su platillo con avellanas con azúcar, que te regalan para que el estómago no sea horadado por tanto copazo, seguía intacto, demostración palpable de que Donna es una alcohólica como Dios manda. Y que exactamente por ello no fue fácil hacerla caer en mi secta sexual.

 

-No bebo mucho, bebo lo que me pide el cuerpo. Mira, mi hijo vino a visitarme la semana pasada y a la segunda cerveza dijo que se mareaba. O sea, él había cruzado la línea roja ya que yo, repleta de gin-tonics, seguía cuerda y coherente. Que yo soy muy seria en esto.

 

-Disculpa, yo también bebo bastante. Y también gin-tonic.

 

-No es una manera elegante de entrar a una señora diciéndole que “ya llevas cuatro gin-tonics”. ¿Es que todos los jóvenes sois iguales?

 

-Tengo casi cuarenta. Que llamarme ‘joven’ es mucho más duro a que yo te haya insinuado que bebes. De hecho yo soy feliz y alcohólico; y he venido a conocerte cuando a tu cuarta copa he disipado toda duda.

 

-¿Duda de qué?

 

-Mira… No me gusta dirigirme a gente sobria. Y menos en una terraza donde se oferta dos por uno. Que a mí los que se piden zumos y batidos me producen urticaria.

 

-Debes ser más abierto. Yo, a veces, sólo bebo agua.

 

-Yo sólo bebo agua en casa. Que me da vergüenza hacerlo en público. De hecho, suelo echar las cortinas.

 

-¿Vives por aquí?

 

-Sí, en la calle catorce.

 

-Yo en el hotel Arrow.

 

-¿El Arrow?

 

-Sí, ¿por qué?

 

-No, nada. Es el más caro de la zona, ¿no?

 

-Mira Rodrigo, he trabajado toda mi vida como interprete y he ahorrado como una perra. Y Camboya me permite vivir en paz, fundiéndome la pasta en alcohol, descanso, cierto lujo y a precios moderados.

 

-¿Es cierto que en las habitaciones del Arrow hay minibar?

 

Ni que tuviera catorce años y yo fuera su compañero de pupitre. Que fue hacerle esa simplista pregunta y directamente que va y empotra sus labios resecos contra mi lengua. Fue una succión que avanzó preclaros acontecimientos. Un beso a tornillo frente a un cielo, que seguramente sin ser casualidad, ya se había hecho noche.

 

Su habitación era como tantas. Con la diferencia que sólo aportaba el bolsillo del dueño, que había clavado pantallas planas y había permitido un jacuzzi en la inmensa bañera de agua salada, o sea, una piscina diminuta con olas.

 

-¿Por qué te interesaba tanto el minibar?

 

-Me dijeron que en los botellines había Citadelle.

 

-¿Estarás de broma, no?

 

-En serio.

 

-Mira, con semejante excusa te crees que me has ganado. Pero que sepas que yo también quiero follar. Que una nunca sabe cuándo será la última vez.

 

-Entonces, ¿no hay Citadelle?

 

-Si la hay te la meto por el culo. Y sin abrir. ¿De acuerdo?

 

En mi casa sí había. Y dos botellas grandes. Que yo me cuido todo lo que mi cerebro se merece. Y que en aquel minibar sólo pudimos encontrar Gordon’s en botellita plastificada. Lo de siempre. Aunque lo que no fue lo de siempre fue el acto, en donde sin plastificarme el miembro, deposité en su cavidad el contenido de mis bolsas de té, hecho éste que no preocupó en demasía a una Donna que se intentó quedar dormida conmigo dentro.

 

-No te salgas. No te salgas. Que no todos los días son fiesta.

 

-¿Te quedarás preñada?

 

-Mira, hace una década que ni menstruo ni casi expulso flujo.

 

-Pero sigues estando muy bien. Y además, eres alcohólica.

 

-¿En serio pensabas que en el minibar había Citadelle?

 

-¿Roncas?

Viva Palmeira

 

Donovan Morley, periodista norteamericano de sesenta años, se agarraba a su primera función de locutor en la NHK japonesa, en sus emisiones en inglés, tras haber salido trastabillado de no pocos medios de comunicación. Su afán viajero le permitió subsanar su desidia laboral arrimándose a radios de Sudáfrica y Australia así como a televisiones galesas y neozelandesas. Donovan, nacido en Alabama, siempre supo que quería ser periodista así como viajero, por lo que gracias a su lengua materna, fue hilando despuntes que sólo fueron despidos cuando él ya tenía una nueva presa a la que hincar el diente, un nuevo país al que enseñar un currículo manipulado en donde cumplía cuatro requisitos esenciales: hablar inglés, ser periodista, tener experiencia como tal, y haber vivido en diferentes naciones.

 

Era el año 1972 y volver a Alabama hubiera sido frustrante. Además, como Donovan era soltero, quería seguir manteniendo esa ligazón a un inmenso mundo que en aquellos años era mucho más grande que ahora, que por culpa de la globalización actual permite a idiotas de todo tipo coger aviones con la mortífera idea de plantar sus sombrillas –si no sus pichas- en algún lugar al que nunca deberían haber tenido acceso. Y menos tras siete horas de vuelo con bebidas gratis y sin necesidad de visados.

 

La mesa de la redacción del NHK, versión en inglés, recibía a Donovan con complejo interior y certeros andares, que tomó asiento con la misma seguridad que el jinete que carga con trescientas carreras hípicas ensilla su caballo. Un tipo de tez morena, melena rubia ondulada y que se encargaba de la versión en portugués de la televisión japonesa, le lanzó la siguiente pregunta.

 

-Hola, ¿a ti te gusta que te la chupen?

 

Donovan, que había extendido su mano derecha en señal de saludo, sólo acertó, abrumado, a decir un “sí” que retumbó en toda la redacción, como si aquella declaración de intenciones fuera un delirio homosexual de su nuevo y desconocido compañero de trabajo.

 

-Mira, llevo cuatro años en Japón y me he vuelto literalmente loco por el sexo. Sólo deseo que me ayudes a cumplir mis fascinaciones. Mañana, a eso de las ocho, vendrá una chica a mi casa con la idea de follar, pero antes debo verla engullir un miembro ajeno. ¿Te importaría que os mirara?

 

-No… bueno… la verdad… a mí también me gusta el sexo, pero… a lo mejor a tu chica no le gusto… no sé…

 

-Mira, a mi chica la domino yo. Y ella hará lo que yo le indique. Tú sólo tienes que esperar sentado en el salón. Desnudo. Ella aparecerá también desnuda, aunque con tacones. Tú sólo tendrás que asentir con la cabeza cuando la veas aparecer. Si te gusta, claro está. Y cuando esto ocurra obligarla a que te la chupe de rodillas, sin quitarse los tacones. Yo estaré masturbándome en la entrada de mi habitación. No hará falta que me mires.

 

-Es que tengo sesenta años. ¿Le gustaré? ¿Qué edad tiene ella?

 

-Dieciséis. Y ya te he dicho que ella hará lo que yo le diga, si es que te llama la atención.

 

-De acuerdo, pásame tus señas.

 

-Luego. Antes debo explicarte dónde está tu cámara. Que creo sales en antena en un par de horas. Por cierto, me llamo Palmeira. Soy brasileño.

 

Tokio ofrecía miles de probabilidades para pescar esa noche. Incluso al día siguiente. Además Donovan, ya había intimado con Ichiko, una limpiadora del canal, que disimuladamente le esperó a la salida de la redacción ya que sus horarios concluían a la misma hora. Pero Donovan prefirió comprarse un litro de cerveza Sapporo e irse a dormir a su zulo. Mañana sería otro día en donde trabajaría por la mañana y acudiría a las señas que Palmeira le había dado, a eso de las ocho.

 

Al cumplirse el horario, Donovan llegó a un edificio de cuatro plantas que coincidía numéricamente con el del papel que guardaba perfectamente doblado en el bolsillo derecho de la parte trasera de su pantalón. La jornada laboral volvió a ser floja, aunque siendo el segundo día no sentía cargo de conciencia alguno. De hecho ya barruntaba a qué nueva nación pedir trabajo si en Japón descubrían su absoluta desidia: Taiwán. Pero mientras pegaba a la puerta sintió un irrefrenable deseo de marcharse a la carrera, por una mezcla incontenible de miedo y vergüenza ajena. Incluso llegó a merodearle la idea de que catorce brasileños, ocho negros y seis blancos, le esperaban desnudos junto a Palmeira, que estaría grabando con una cámara la olímpica sodomización.

 

Pero Palmeira abrió la puerta como si esperara la llamada. Sin sobresalto alguno. Con experta naturalidad.

 

-Vale, gracias por venir. Desnúdate y pósate sobre aquella pared.

 

-¿Me desnudo entero?

 

-Sí, absolutamente. Recuerda que tiene que arrodillarse y chupártela. Y que no se quite los tacones.

 

-¿Puedo beber algo?

 

-Sí claro. ¿Quieres una Sapporo?

 

-Me vale.

 

-¿Qué música quieres escuchar?

 

-Can.

 

-¿Los conoces?

 

-Sí. ¿Podría ser ‘Oh yeah’?

 

-Me encanta Tago Mago.

 

-Y a mí.

 

Los segundos se hicieron minutos cuando se oyó la puerta cerrar. De pronto, apareció una japonesa completamente desnuda subida a unos tacones rojos que se detuvo a la entrada del salón con rasgos faciales infantiles aunque gesto serio. Entonces Donovan movió la cabeza afirmativamente, momento en el que la muchacha acercó su cara a la suya, deteniéndose frente a la misma. Luego inclinó su cabeza gracias a que Donovan la empujó hasta que se posó de rodillas sobre el suelo. Al instante, la chica le realizó una felación inconmensurable, como si le fuera la vida en ello. No existió el diálogo, salvo el gemido final de un Donovan que no daba crédito al ver como aquella japonesa se estaba tragando su semen, sin que se lo hubiera rogado. Cuando sus vellos seguían erizados, y aún mantenía cierta tensión muscular, se escuchó desde la otra parte del salón un inmenso gemido y como si se estuviera derramando algún tipo de líquido. Donovan retiró su falo de la boca de la chica, vistiéndose deprisa y yéndose sin decir adiós. Aunque antes de salir observó a la muchacha entrar en la habitación de su compañero de trabajo, que la cerró para, seguramente, copular con ella.

 

Ya en casa, Donovan se duchaba con la mirada perdida en un limbo en donde sólo se reflejaban imágenes de aquella chica, que según Palmeira tenía dieciséis años. Tras secarse y lavarse los dientes, se fue a su cama, introduciéndose en ella para salir disparado de la misma a los tres minutos. De nuevo se fue al baño, retirando el vaho del espejo, y mirándose en él gritó un tremendo: “¡Viva Palmeira”!

Histeria colectiva

En los pueblos uno debe calcular muy bien cuándo y a quién se folla. Porque en menos que canta un gallo te casan con la taladrada o te echan a pedradas por no volverla a hacer caso. Por eso ando con sigilo en las ansias sexuales, que no es lo mismo perder la cabeza en China, donde nadie te conoce si rastreas a tres calles de tu casa, que hacerlo en Kep, donde estornudas y a la mañana siguiente alguien te ha traído un pañuelo y un par de cajas de paracetamol. Que luego te vas a dormir en noche estrellada y antes de apagar la luz miras detrás de las puertas, por si hubiera micrófonos o algo aún peor: vecinos parapetados.

 

Liberta, turista italiana, cayó en las redes con el don de mi palabra: “Llevo seis semanas sin follar. Perdona que te lo cuente así, pero es del todo cierto. Y sin más realidad que mis necesidades fisiológicas te pido que me acompañes a casa, donde además de saciar mi apetito intentaré que ya por la mañana, salgas contenta, realizada, como vaciada por dentro”. Lo mejor de todo es que como me consideraba un poeta, e iba algo bebido, accedió a mi petición que fue sellada bajo el influjo de un turbio bar donde le incrusté mi lengua a modo de preaviso. “Oye, ¿siempre besas con tanta pasión? Me tiemblan un par de dientes. Ten cuidado”, me dijo, mientras se miraba al espejo de mano y se contaba las piezas dentales; “Ya te lo he dicho: sufro en silencio”, argumenté.

 

El paseo en moto fue entrañable, con ella agarrándose a mi paquete, cuando podía haberlo hecho en cualquier otra parte, y yo acelerando hasta el límite por esa euforia que poseemos los hombres, a los que según lo que nos digan o donde nos toquen reaccionamos de la misma manera.

 

En casa todo fue violencia, porque muchas veces las damas suelen guardarse las cartas del vicio hasta el último segundo, como esos expertos que revientan la mesa en una última escalera de caracol monumental. Que hasta me preguntó si podía azotarla. Qué desmadre. Y yo palmeando con cierta ira su glúteo derecho, que el izquierdo lo reservé para un acto que tornó en histeria colectiva. Y por si aquello acababa en juicio por malos tratos; que uno ya no sabe qué hacer ante tanta ley y tanto aprovechamiento de la misma.

 

Porque sí, porque siempre hay detalles que hacen saltar la banca, que cuando ya disponía el aparato en el interior de su cavidad se nos apareció un ratón –o eso dijo- que le hizo saltar como un resorte. Debo mencionar un detalle importante, ya que mientras orinaba me incrusté media dosis de Cialis para pasar a la historia, toda meta de un hombre cuando folla y quiere que le vuelvan a llamar. Pero aquel ratón, si es que apareció, originó una crisis sin precedentes.

 

-Oye, vámonos a mi hotel que tengo miedo.

 

-Te prometo que no hay ningún ratón, y si lo había, habrá salido corriendo.

 

-Estoy asustada.

 

Y aquella hinchazón que iba creciendo hasta límites insospechados mientras negociaba –qué digo, rogaba- una segunda oportunidad. Que en esas condiciones hubiera sido complejo no ya vestirse, sino conducir una moto con una muchacha a la que le gusta agarrase ahí abajo, por motivos, deben ser, de seguridad vial.

 

A los veinte minutos, y cuando ya sudaba sin necesidad de follar, Liberta aceptó que me volviera a posar sobre ella, la cual andaba más seca que la mojama. Entonces, y sin ganas ni concentración para sexo oral, fui forzando la entrada hasta que la volví a tener dentro. Aunque lo peor estaba por llegar. Que ni al tercer empujón otra novedad le hizo volver a sacármela.

 

-¡He visto un lagarto! ¡He visto un lagarto! ¡Allí! ¡En la pared!

 

-Sí, es Juancho. Vive aquí y no ataca a las personas. Come insectos y no se preocupa cuando follo. De hecho llevaba días preocupado porque desde que he llegado a esta casa me pregunta cuándo cojones voy a follar; que si somos todos los humanos así.

 

-Sácalo de aquí. Vuelvo a estar asustada.

 

-Oye, en serio. Quieres que te pegue, te dejas meterla sin condón, te vienes de vacaciones a la jungla, y te preocupa que un pequeño lagarto pueda atacarnos. De verdad, no entiendo nada.

 

-Me voy. Llévame a casa.

 

-Vete con tu puta madre.

 

Y así quedó la cosa. Podríamos decir que no de manera amistosa. Ella se fue, a solas, mientras yo le gritaba desde la puerta que “¡ojalá te ataque una serpiente. Que hay muchas!”. A la vez, me masturbaba, viendo que con semejante erección iba a ser imposible dormir esa noche. Creo que el vecino, policía local, me vio desnudo, pegando berridos y masturbándome, mientras una señorita salía corriendo y llorando. Serían las tres de la mañana. Debí dormirme a eso de las seis. Soñé que venían a detenerme cuerpos especiales de seguridad. O que me habían grabado con un móvil y mi madre se tiraba por la ventana tras verme en los informativos de medio mundo. 

Una paja mal calculada

 

Ayer anduve, por culpa de una espantosa resaca, evitando admitir que aquel pedo ya era historia. Pero no. Cuando duermo lo justo y me levanto con la copa de gin-tonic entre ceja y ceja, cuando el aliento me remite a lo que sucedió sólo cuatro horas antes, que pareciera sólo diez minutos atrás, no tengo más coraje que enfundarme en la misma ropa y buscar una casa de masajes que si no llegara a satisfacer el orgasmo del borracho podría generar una cadena de masajes hasta que el bolsillo estuviera lleno de aire o hasta que recuperara la consciencia.

 

Un cuchitril de tres al cuarto, con la segunda planta llenas de colchones y sábanas a modo de separadores entre los unos y los otros, fue el lugar de trasiego apareciéndose ante mi una moza de razonable embarazo, al menos de cinco meses desde que le pusieron la inyección de semen.

 

El trabajo fue astuto, decantándose por animarme de espaldas y por enfriarme de cara. Pero yo no hacía otra cosa que dar respingos –son las señales que emitimos en morse corporal los que no queremos pedir la paja de viva voz porque nos da vergüenza- cada vez que sólo se acercaba a la mirilla del ombligo, que si llega a ser de las facilonas que te embadurnan las inglés de aceite costroso allí mismo la hubiera preñado otra vez.

 

Al cuarto salto, y a sabiendas de que no sufría de epilepsia, me hizo un gesto inequívoco: la señal consiste en mirarte de frente, a los ojos, con una sonrisa bordada en los labios, mientras una de las manos se posa sobre el aparato reproductor. Yo, que continuaba comunicándome como en épocas paleolíticas, sólo bramé un gemido y arqueé la cintura, para que su tocamiento se convirtiera en manoseo bajo presión, por si le quedaba alguna duda.

 

Las sábanas se movían por la corriente, estando tranquilo ya que hacía media hora que un mochilero anglosajón había salido del habitáculo, cuando de pronto una carrera inconsciente trajo a un niño -¿sería su hijo?- a un colchón donde su presumible madre ordeñaba al cliente que cincuenta minutos antes, y mientras se descalzaba, le había regalado dos caramelos que viajaban sin sentido en mis bolsillos.

 

La inocencia quedó desdibujada de su cara, sobre todo cuando vio que no sólo el miembro agitado era de difícil justificación, sino que yo, en actitud embarazosa, tanteaba la barriga hinchada de la señora. Y entonces, el silencio.

 

El niño salió corriendo, yo no llegué a correrme, y la masajista ni siquiera me retiró con las clásicas toallas húmedas el pringue aceitoso con el que me fui buscando otra casa de masajes donde fueran capaces de terminar lo comenzado. Que cuando uno anda descabalgando no quiere otra cosa que ser calmado, aunque un niño se interponga en mi única meta.

Año 2035

El mundo ha sido sometido al dominio absoluto de la mujer. Tres años antes, la heroína Rocío del Arco, de Huelva, hipnotizó a la población mundial desde internet promoviendo una causa que en menos de dos años caló en casi el 90% de la parte femenina del planeta: cobrar por follar. Todas. A todos. Sin necesidad de hacer la calle. Las casadas a sus maridos, las novias a sus novios, las solteras a sus ligues, las viudas a sus nuevas parejas, y las amantes a sus amantes. La economía creció tanto que alguna revista norteamericana propuso a Rocío para el Nobel. Y se lo dieron. De hecho cobró por ir a recogerlo y otro tanto por dar el discurso. Lo que nunca se supo es si se tiró al jurado a cambio de dinero, tan independiente como necesitado de saciar sus necesidades más básicas.

 

Los hombres pasaron a ser meras comparsas. Debían trabajar siempre para poder pagar por el sexo. Y las parejas, en homenaje a la China comunista, rezaban por dar a luz niñas, el auténtico futuro. Se llegaron a encontrar casos de abandonos en bosques y carreteras secundarias de bebés machos. Una asociación llegó a crearse para su defensa: ‘Pito pobre’.

 

Las putas acabaron casándose o buscándose novios o esporádicos: ya no hacía falta hacer la calle o depender de un proxeneta. De hecho, los chulos decidieron, tras reunión mundial en Katowice, Polonia, dejar la violencia y condenarla. Se cree que el 100% de los mismos encontraron pareja estable, muchos entre sus antiguas empleadas, hoy sus mismas jefas.

 

Los gais, empotrados en la causa femenina, también pasaron factura a sus parejas. ¿Pero quiénes cobraban y quiénes abonaban? Por supuesto, los más afeminados, los pasivos en el sexo, los que mordisqueaban la almohada, hicieron caja; y los que aún delataban acciones varoniles, pasaron por ella. Hubo algunos casos complejos, como aquel que en Rotterdam tuvo que esclarecer, mediante la justicia, quién era más afeminado de los dos. Ganó el que demostró que había conseguido, mediante un plan terapéutico novedoso y originario de la India, padecer cada cuatro semanas el periodo. Las lesbianas pasaron a depender de las heterosexuales. Algunas, se cree, cambiaron su sexo intermitentemente sólo con la idea de poder sacar algo a cambio.

 

Los que peor lo pasaron fueron los promiscuos, que fueron tratados por especialistas que determinaron que sólo la castración química podría evitar sus ruinas. Un caso fue muy sonado: el de Marcus Palombizio, de Boston, que tras solicitar siete millones de dólares en créditos, acabó suicidándose tras asumir que su vida sólo era alegre cuando follaba. Los asexuales, en cambio, generaron riquezas y llegaron, en parte, a poner en tela de juicio el poder de las mujeres. Muchos fueron detenidos tras redadas repletas de sombras en donde siempre eran acusados de traidores. John Logan, de Perth, Australia, demostró en un show televisivo, y a una semana de su muerte con 87 años, que nunca en su vida había mantenido relaciones sexuales ni por lo tanto, gastado dinero alguno en esa causa.

 

Proliferaron en algunos países (Irán, China, Corea del Sur) y comunidades (esencialmente la judía) clubs donde los hombres de condición heterosexual se intercambiaban penetraciones para saciar la necesidad. Ninguno era gay, en teoría, pero al menos todos se corrían y nadie acababa arruinado.

 

Cientos de millones de hombres, ahogados en deudas, decidieron volcarse en la paja. De hecho se cree que entre el 2031 y el 2034 la mayor causa de ingreso por urgencias hospitalarias fue por esguince de muñeca. Como no, no fueron pocos los que fallecieron asfixiados por esa moda de principios de siglo de atarse una soga al cuello, pillarla por el armario y masturbarse. Algunos, incluso, promovieron la defensa de su auténtico ídolo: David Carradine, primer famoso que falleció por esa moda allá por el año 2009, en un hotel de Bangkok.

 

Rocío del Arco, desde un atril de la Universidad de Columbia, en Nueva York, avanzó novedades para el año que corría, el 2035: “A partir del uno de junio se exigirá un incremento del 7% en cada tarifa sexual a los hombres para ayudar a la agrupación de obesas mundial (FWA por sus siglas en inglés) a superar su tenebrosa crisis”.

 

Renata Busuttil, natural de La Valeta, Malta, fue la primera detenida, juzgada y castrada químicamente, desde que el mundo fue dominado por las señoras, ya que en un ataque de ira, seguramente por no haber llegado a ser alcaldesa de su ciudad, salió a la calle para permitir a seis hombres en sólo cuatro horas penetrarla gratuitamente.

 

René Dubois, natural de Rennes, Francia, y que asegura comprender el idioma de los perros, escribió en su famoso libro ‘Bobby y yo’, que un día su can le dijo, tras observar en qué había desembocado el mundo, lo siguiente: “Estáis todos locos”.  René, semanas después y ante la emoción por sus declaraciones, decidió penetrarlo. Como la zoofilia no está penada, René y Bobby viven juntos hoy día en Toulon, en plena Costa Azul francesa.

Balada chocolateada del Top Banana

 

Tropezar con la misma piedra, en la misma curva y a la misma hora. Que uno se empeña en querer ver por el cristal de la botella, y cuando ésta está vacía sólo puede llegar a observar vicios y demás perversiones, que en Phnom Penh están al alcance de casi cualquier mano, por lo atrevido de sus bajos precios y lo desorbitante de sus guaridas.

 

El Top Banana es un antro denigrante, donde menos poder dormir -y eso que originalmente es un hotelucho- puedes hacer casi de todo. Por eso acudí a su rebufo, enfurecido de cervezas en todos sus formatos (lata, grifo y botella) para incrustarme en su oscura barra y meterme en menos que pudo haber cantado un gallo ocho chocolatinas de marihuana y una triste jarra de Angkor. La suma de ésta, las anteriores y la chocolatada fue épica. Sublime. Cuasi criminal.

 

Salí vivo, eso sí. Soportando esa incertidumbre que todo yonqui posee aunque sabes que la chocolatada tornará en descenso sin frenos a los infiernos, untándome de espera en un pecaminoso paseo que me llevó hasta la boca del Pontoon. Y desde allí a un tuk-tuk que fue mi vía de escape, mi asiento al fin del mundo, mi única salida en tiempos de importante crisis mental. Porque aquello subió. Y digo si subió.

 

Intenté comerme una hamburguesa a un dólar, callejera y aceitosa, a la que creí aderezada con uñas de ratas. Luego descubrí que eran trozos de verdura. O eso quise admitir cuando el cocinero contestó a mi terrible duda, que colmada de un pedo desasosegante, me hicieron creer, además, que aquel esquinazo entre el Pontoon y el Heart of Darkness era una plazoleta donde se representaba una guerra. Algo así como lo de Alepo, en Siria. Para desfigurar más mi percepción de la realidad, catorce tipos salieron detrás de alguien con intenciones asesinas. Entonces me enclaustré en la pequeña rulot que servía hamburguesas con uñas de rata o trozos de verdura; que en esos momentos todo daba igual. Incluso el pedo.

 

El conductor me llevó de arriba abajo, de izquierda a derecha, con un viento que a veces azotaba y otras tantas enfriaba, cuando el invierno en Camboya es un mes de junio en Sevilla. Tras tres horas –o eso calculé, que las ingestas de psicotrópicos no suelen adaptarse al horario real- volví a las afueras del Pontoon, donde antes de siquiera bajarme de mi transporte, sentí el aliento de una muchacha de tan buen ver que quise no mirar más. Creo que me habló, agarrada a mi brazo, por espacio de otra hora. No recuerdo haberla dirigido la palabra, que el morado era tal que no había manera de poder expresarme, siquiera con las manos. Luego me acompañó a una de esas tiendas que abren veinticuatro horas, donde sólo pude señalar la caja de Cialis. Ella me compró la botellita de agua, que sirvió de allanador de gargantas. Me tomé la mitad. Y a los siete minutos lo que restaba. Debí soñar que podía follar; y que aquella pastillita diseñada para viejos sin erección ni pasión iba a solventar a mi extraña pareja, de la cual hoy, escribiendo, no recuerdo ni su cara.

 

Cuando se fue al baño salí corriendo. De nuevo a lomos de mi tuktuktero, exigiéndole prisas por si aquella señorita volvía con ideas de que la cubriera. Y yo en aquel estado.

 

No recuerdo haber tenido erección alguna durante las horas del pedo monumental. Aunque arritmias no fueron menos de doscientas. Saltaba de la cama, con acidez extrema, blanquecino, cuando la luz ya coloreaba la habitación de mi hostal. Porque a esas horas aterricé. Meé del orden de treinta veces. Que olvido contar que durante el apogeo de la ingesta ni hablé, ni oriné, ni bebí más que agua.

 

A eso de la una de la tarde, seis horas y pico después de haberme tumbado en la cama, desperté. Arrasado. Aunque contento de verme de nuevo, que a eso de las ocho creí quedarme muerto en una de las muchas arritmias. Que el corazón que tengo debería ser estudiado por los cardiólogos. Y que en el Top Banana, como en los comedores de acogida, debería haber un responsable que dosificara los chocolates, que un día de estos no lo cuento.

 

Tomé un café y una tostada. Y luego directo al lateo diario, con otra docena de Angkor en lata, consumidas en pleno jolgorio callejero diurno. Que creo que el gesto que más me he visto hacer en estos días ha sido comprobar si la chapa que arrancas para poder beberla estaba premiada. Aunque el premio me lo llevé la noche anterior. Por tanto buscarlo. 

Putas novicias, buenas noticias

Ya quisiera un solo club de Shanghái poseer la autenticidad del Pontoon, en donde sus pinchadiscos –aunque sea a veces- pinchan con vinilos mientras la muchedumbre salta sin sus sandalias, esparcidas por una discoteca donde sí es oro todo lo que reluce.

 

Y sí, cabe destacar un buen ramillete de putas, casi todas seudo profesionales, amparadas en sus trágicos destinos y sus filias a un sexo que realizan con cualidades olímpicas. No como esas holandesas de un Barrio Rojo de Ámsterdam convertido en burdel de pago y prepago, donde las felaciones son telepáticas y los actos sexuales interpretaciones. Eso sí, mirando a través de escaparates puedes llegar a caer en semejantes disparates, que parece ser amputan los pies del suelo de los que caen con demasiada facilidad en la primera oferta que se les cruza.

 

La de las tetas gigantes y la camiseta roja –así la nombré hasta que me enteré que se llamaba Srei- fue obligada por su amiga a sondear mi cuerpo, cuando, atrevido por la experiencia puteril, noté que era novicia. O eso, o actriz; que semejantes rollizos pómulos rojizos y tembleque al presentarse no eran común denominador de las putas que hasta ahora conocía. “Me llamo Srei”, me dijo, como si fuera mi futura novia y yo no fuera a pagarla veinte dólares con el alba ametrallando de luz la habitación y el baño sin toallas secas de las que poder disponer.

 

Mientras galopábamos hacia el hostal, a lomos de un tuk-tuk de conductor sorprendentemente agrio, la agarré una mano izquierda que sudaba. Luego la besé en un cuello que remarcaba impenitentemente los latidos de su corazón por el transcurrir sanguineo de sus venas. Todo este anuncio de sensaciones varias y espontaneas, junto a una conversación previa en donde siempre reía bajo una capa de pintura roja natural, me hicieron terminar de aceptar que Srei era novicia. Y qué novicia.

 

-Me da vergüenza ducharme contigo.

 

-Y a mí me encanta verte avergonzada. Por mí ni te duches. Sólo quiero quedarme aquí tumbado, mirándote.

 

-Pero es que me da mucha vergüenza.

 

Luego tonteamos sobre el camastro de un hotelucho de cuarta, donde tuve que dejar mi pasaporte a modo de broma, ya que nadie lo fotocopió ni tomó dato alguno de mi identidad. A Srei sin embargo, le dieron la buenas noches. Sin más.

 

-¿Puedo apagar la la luz?

 

-Si la apagas sólo podré contar los segundos que restan para que pueda verte desnuda.

 

Y con esas artimañas se metió en la cama. Casi desnuda. Enfundada en una toalla que había secado poco su maravilloso cuerpo, ya que al introducirse bajo la sábana noté que sus suaves pantorrillas y tan excitantes muslos chorreaban agua, que yo quise flujo. Y luego me puse manos a la obra, que como suele ocurrir, un buen sexo acaba con cualquier vergüenza, propia y ajena. Que allí estaba Srei, galopando sobre mi cintura, a punto de romperse, como las rodillas de esos futbolistas con cara de pánico tras el chasquido televisado. Soñé que no tenía condón. Pero sólo fue un sueño.

 

-Y ahora qué, ¿a que no te da vergüenza que te vea así, desnuda?

 

-Es que es la tercera vez que hago esto. Y las otras dos veces fue hace un mes. Es que me da miedo.

 

-¿Te han tratado mal?

 

-No. Aunque tú has sido el más caballeroso. Lo que pasa es que yo no quiero cobrar por tener sexo. Pero ya no puedo más.

 

-¿Cuántos años tienes?

 

-Diecinueve.

 

-Me encantas.

 

Y la besé a tornillo hasta que nos despertamos en un bar tomándonos un café. Antes de montarla en el tuk-tuk que la llevaría a su casa volví a besarla a dos carrillos. Temblaba. Como desde que la conocí. Luego se fue entre la maraña de coches, motos y bicicletas mientras yo marchaba a pasear paladeando la pureza de su saliva. No volví a beber hasta pasadas tres horas. Y eso ya es mucho para un alcohólico. Pero su sabor era intenso. Sabroso. 

Melonari: una cuestión de pechos

-Me llamo Aurora. Y soy de Bilbao.

 

-Me acababas de decir que eras de Baracaldo.

 

-Bueno, es que ahora vivo allí. Pero yo soy de Bilbao. Del mismo Bilbao.

 

A Aurora -Melonari por lo que queda de texto-, me la encontré en la cutre playa de Ostres, en Sihanoukville, la ciudad más fea de Camboya convertida en prostíbulo barato y alcoholera mediocre de los mochileros americanos y europeos que acuden allí a darse un chapuzón a dólar y medio. Porque Melonari era como ellos: lo lúgubre al extremo, la piel rojiza de pronto sobre un manto blanco de espinillas y grumos, la voz exasperante que te truena hasta en la ducha, y la melena vacía de una pre-calva cuando surque los sesenta. Aunque mientras, disimulaba sus carencias con unos pechos arrogantes en tamaño y violentos en sus movimientos. Aunque gritaba demasiado.

 

-¡Qué te bañes Itziar! ¡Que no está fría!

 

Itziar era su compañera de fatigas; una jamelga de Sestao que sí que aparentaba mayor entidad. Pero claro, a uno le aseguran el reintegro y ya prefiere no jugarse el resto de la partida. Y por esa razón de perdedor me quedé con Melonari, a la que llamé así porque me la imaginaba todo el tiempo partiendo troncos en su tiempo libre, como esos aizkolaris a los que parece que se quisieran amputar las extremidades inferiores para salir en los informativos del país. O al menos del País Vasco.

 

Luego entablamos esa conversación –a solas, en un restaurante donde nadie comía, algunos pocos bebíamos y todos fumaban marihuana como si la fueran a prohibir al día siguiente- que sabes va a desembocar en camastro, no porque haya sido acordado el postre sino porque estamos programados para, cuando una pareja que se acaba de conocer y se decide a pasar de pantalla, debe verse obligada a follar.

 

-Mi hermana va a tener trillizos.

 

-Joder, ¿sois todos los vascos así?

 

-¿A qué te refieres?

 

De los españoles –incluidos vascos y catalanes; todos tan parecidos- no soporto esa ambición por hacerte creer que sus familiares, lo que cocinan en sus pueblos y sus regiones, son lo mejor; demasiadas veces lo único. Fue tan insoportable el delirio –“¡No sabes cómo hace mi madre el marmitako!, me gritó siete veces- que decidí cortar de cuajo la hemorragia de berridos que amenazaba con desangrarme el tímpano. Que mientras le chupaba los pechos en su bungaló apestoso, prometí no probar guiso vasco hasta que no se me pasara la borrachera euskalduna. Llegué a decirle ‘agur’, cuando tras una ducha salada probé a marcharme a la carrera. casi sin mirar atrás. 

 

Debo reconocer que el polvo no estuvo mal, con ella sobre mí, asfixiándome por esa manía que tenía de volcarse hacía delante –o sea, hacía mi cara- cada vez que quería llegar a su clímax, que en sí era mi muerte. Pero votaba. Digo si votaba. Luego conseguí convencerla para eyacular cuando a los siete segundos llamaba a la puerta Itziar. Que si llega a pegar los nudillos veinte segundos antes me habría despojado de Melonari por haber cubierto a su amiga, que en los casos generales, suele estar mejor que la que te estás tirando. Yo, como iba sólo, no tuve problemas de envidias o competiciones: iba a follar seguro.

 

-Si vas por Bilbao me llamas.

 

-Pero si vives en Baracaldo, joder.

 

Luego, en el tuk-tuk de vuelta a mi hotelucho, divagué sobre las posibilidades que tengo de volverme a España; que gracias a Melonari, entre otras tantas causas, son inexistentes.

 

Y me paré a darme un masaje. Otro, ¡qué más da! Porque en Asia la mujer nunca pesa, siquiera, la mitad que uno. Y Melonari, incluso habiéndola amputado las mamas con un serrucho, habría seguido superando el peso recomendable que recomienda el médico de cabecera.