Donna
Donna es una australiana de cincuenta y tantos años. Sin recauchutar. Sin pechos operados. Con millones en el banco. Y con una vasta cultura que me hizo acercarme a ella en aquella terraza del Sailing Club, restaurante donde se toman copas que si han sido muchas, llegan a distorsionar la apoteósica puesta de sol, donde tras desaparecer la estrella incandescente, los cielos se mezclan de celestes milagrosos y rojos amarantos. Que uno, a veces, intenta hacer memoria por si el dos por uno en vez de segunda copa conllevaba ingesta de ácido.
Donna bebía gin-tonic de Gordon’s. Le conté hasta cuatro, y cuando pedía el quinto me lancé a por la presa, que en esos instantes de embriaguez, suele andar entre atolondrada e incandescente. Para colmarme de ilusiones, su platillo con avellanas con azúcar, que te regalan para que el estómago no sea horadado por tanto copazo, seguía intacto, demostración palpable de que Donna es una alcohólica como Dios manda. Y que exactamente por ello no fue fácil hacerla caer en mi secta sexual.
-No bebo mucho, bebo lo que me pide el cuerpo. Mira, mi hijo vino a visitarme la semana pasada y a la segunda cerveza dijo que se mareaba. O sea, él había cruzado la línea roja ya que yo, repleta de gin-tonics, seguía cuerda y coherente. Que yo soy muy seria en esto.
-Disculpa, yo también bebo bastante. Y también gin-tonic.
-No es una manera elegante de entrar a una señora diciéndole que “ya llevas cuatro gin-tonics”. ¿Es que todos los jóvenes sois iguales?
-Tengo casi cuarenta. Que llamarme ‘joven’ es mucho más duro a que yo te haya insinuado que bebes. De hecho yo soy feliz y alcohólico; y he venido a conocerte cuando a tu cuarta copa he disipado toda duda.
-¿Duda de qué?
-Mira… No me gusta dirigirme a gente sobria. Y menos en una terraza donde se oferta dos por uno. Que a mí los que se piden zumos y batidos me producen urticaria.
-Debes ser más abierto. Yo, a veces, sólo bebo agua.
-Yo sólo bebo agua en casa. Que me da vergüenza hacerlo en público. De hecho, suelo echar las cortinas.
-¿Vives por aquí?
-Sí, en la calle catorce.
-Yo en el hotel Arrow.
-¿El Arrow?
-Sí, ¿por qué?
-No, nada. Es el más caro de la zona, ¿no?
-Mira Rodrigo, he trabajado toda mi vida como interprete y he ahorrado como una perra. Y Camboya me permite vivir en paz, fundiéndome la pasta en alcohol, descanso, cierto lujo y a precios moderados.
-¿Es cierto que en las habitaciones del Arrow hay minibar?
Ni que tuviera catorce años y yo fuera su compañero de pupitre. Que fue hacerle esa simplista pregunta y directamente que va y empotra sus labios resecos contra mi lengua. Fue una succión que avanzó preclaros acontecimientos. Un beso a tornillo frente a un cielo, que seguramente sin ser casualidad, ya se había hecho noche.
Su habitación era como tantas. Con la diferencia que sólo aportaba el bolsillo del dueño, que había clavado pantallas planas y había permitido un jacuzzi en la inmensa bañera de agua salada, o sea, una piscina diminuta con olas.
-¿Por qué te interesaba tanto el minibar?
-Me dijeron que en los botellines había Citadelle.
-¿Estarás de broma, no?
-En serio.
-Mira, con semejante excusa te crees que me has ganado. Pero que sepas que yo también quiero follar. Que una nunca sabe cuándo será la última vez.
-Entonces, ¿no hay Citadelle?
-Si la hay te la meto por el culo. Y sin abrir. ¿De acuerdo?
En mi casa sí había. Y dos botellas grandes. Que yo me cuido todo lo que mi cerebro se merece. Y que en aquel minibar sólo pudimos encontrar Gordon’s en botellita plastificada. Lo de siempre. Aunque lo que no fue lo de siempre fue el acto, en donde sin plastificarme el miembro, deposité en su cavidad el contenido de mis bolsas de té, hecho éste que no preocupó en demasía a una Donna que se intentó quedar dormida conmigo dentro.
-No te salgas. No te salgas. Que no todos los días son fiesta.
-¿Te quedarás preñada?
-Mira, hace una década que ni menstruo ni casi expulso flujo.
-Pero sigues estando muy bien. Y además, eres alcohólica.
-¿En serio pensabas que en el minibar había Citadelle?
-¿Roncas?
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