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MOCHALES

Viva Palmeira

 

Donovan Morley, periodista norteamericano de sesenta años, se agarraba a su primera función de locutor en la NHK japonesa, en sus emisiones en inglés, tras haber salido trastabillado de no pocos medios de comunicación. Su afán viajero le permitió subsanar su desidia laboral arrimándose a radios de Sudáfrica y Australia así como a televisiones galesas y neozelandesas. Donovan, nacido en Alabama, siempre supo que quería ser periodista así como viajero, por lo que gracias a su lengua materna, fue hilando despuntes que sólo fueron despidos cuando él ya tenía una nueva presa a la que hincar el diente, un nuevo país al que enseñar un currículo manipulado en donde cumplía cuatro requisitos esenciales: hablar inglés, ser periodista, tener experiencia como tal, y haber vivido en diferentes naciones.

 

Era el año 1972 y volver a Alabama hubiera sido frustrante. Además, como Donovan era soltero, quería seguir manteniendo esa ligazón a un inmenso mundo que en aquellos años era mucho más grande que ahora, que por culpa de la globalización actual permite a idiotas de todo tipo coger aviones con la mortífera idea de plantar sus sombrillas –si no sus pichas- en algún lugar al que nunca deberían haber tenido acceso. Y menos tras siete horas de vuelo con bebidas gratis y sin necesidad de visados.

 

La mesa de la redacción del NHK, versión en inglés, recibía a Donovan con complejo interior y certeros andares, que tomó asiento con la misma seguridad que el jinete que carga con trescientas carreras hípicas ensilla su caballo. Un tipo de tez morena, melena rubia ondulada y que se encargaba de la versión en portugués de la televisión japonesa, le lanzó la siguiente pregunta.

 

-Hola, ¿a ti te gusta que te la chupen?

 

Donovan, que había extendido su mano derecha en señal de saludo, sólo acertó, abrumado, a decir un “sí” que retumbó en toda la redacción, como si aquella declaración de intenciones fuera un delirio homosexual de su nuevo y desconocido compañero de trabajo.

 

-Mira, llevo cuatro años en Japón y me he vuelto literalmente loco por el sexo. Sólo deseo que me ayudes a cumplir mis fascinaciones. Mañana, a eso de las ocho, vendrá una chica a mi casa con la idea de follar, pero antes debo verla engullir un miembro ajeno. ¿Te importaría que os mirara?

 

-No… bueno… la verdad… a mí también me gusta el sexo, pero… a lo mejor a tu chica no le gusto… no sé…

 

-Mira, a mi chica la domino yo. Y ella hará lo que yo le indique. Tú sólo tienes que esperar sentado en el salón. Desnudo. Ella aparecerá también desnuda, aunque con tacones. Tú sólo tendrás que asentir con la cabeza cuando la veas aparecer. Si te gusta, claro está. Y cuando esto ocurra obligarla a que te la chupe de rodillas, sin quitarse los tacones. Yo estaré masturbándome en la entrada de mi habitación. No hará falta que me mires.

 

-Es que tengo sesenta años. ¿Le gustaré? ¿Qué edad tiene ella?

 

-Dieciséis. Y ya te he dicho que ella hará lo que yo le diga, si es que te llama la atención.

 

-De acuerdo, pásame tus señas.

 

-Luego. Antes debo explicarte dónde está tu cámara. Que creo sales en antena en un par de horas. Por cierto, me llamo Palmeira. Soy brasileño.

 

Tokio ofrecía miles de probabilidades para pescar esa noche. Incluso al día siguiente. Además Donovan, ya había intimado con Ichiko, una limpiadora del canal, que disimuladamente le esperó a la salida de la redacción ya que sus horarios concluían a la misma hora. Pero Donovan prefirió comprarse un litro de cerveza Sapporo e irse a dormir a su zulo. Mañana sería otro día en donde trabajaría por la mañana y acudiría a las señas que Palmeira le había dado, a eso de las ocho.

 

Al cumplirse el horario, Donovan llegó a un edificio de cuatro plantas que coincidía numéricamente con el del papel que guardaba perfectamente doblado en el bolsillo derecho de la parte trasera de su pantalón. La jornada laboral volvió a ser floja, aunque siendo el segundo día no sentía cargo de conciencia alguno. De hecho ya barruntaba a qué nueva nación pedir trabajo si en Japón descubrían su absoluta desidia: Taiwán. Pero mientras pegaba a la puerta sintió un irrefrenable deseo de marcharse a la carrera, por una mezcla incontenible de miedo y vergüenza ajena. Incluso llegó a merodearle la idea de que catorce brasileños, ocho negros y seis blancos, le esperaban desnudos junto a Palmeira, que estaría grabando con una cámara la olímpica sodomización.

 

Pero Palmeira abrió la puerta como si esperara la llamada. Sin sobresalto alguno. Con experta naturalidad.

 

-Vale, gracias por venir. Desnúdate y pósate sobre aquella pared.

 

-¿Me desnudo entero?

 

-Sí, absolutamente. Recuerda que tiene que arrodillarse y chupártela. Y que no se quite los tacones.

 

-¿Puedo beber algo?

 

-Sí claro. ¿Quieres una Sapporo?

 

-Me vale.

 

-¿Qué música quieres escuchar?

 

-Can.

 

-¿Los conoces?

 

-Sí. ¿Podría ser ‘Oh yeah’?

 

-Me encanta Tago Mago.

 

-Y a mí.

 

Los segundos se hicieron minutos cuando se oyó la puerta cerrar. De pronto, apareció una japonesa completamente desnuda subida a unos tacones rojos que se detuvo a la entrada del salón con rasgos faciales infantiles aunque gesto serio. Entonces Donovan movió la cabeza afirmativamente, momento en el que la muchacha acercó su cara a la suya, deteniéndose frente a la misma. Luego inclinó su cabeza gracias a que Donovan la empujó hasta que se posó de rodillas sobre el suelo. Al instante, la chica le realizó una felación inconmensurable, como si le fuera la vida en ello. No existió el diálogo, salvo el gemido final de un Donovan que no daba crédito al ver como aquella japonesa se estaba tragando su semen, sin que se lo hubiera rogado. Cuando sus vellos seguían erizados, y aún mantenía cierta tensión muscular, se escuchó desde la otra parte del salón un inmenso gemido y como si se estuviera derramando algún tipo de líquido. Donovan retiró su falo de la boca de la chica, vistiéndose deprisa y yéndose sin decir adiós. Aunque antes de salir observó a la muchacha entrar en la habitación de su compañero de trabajo, que la cerró para, seguramente, copular con ella.

 

Ya en casa, Donovan se duchaba con la mirada perdida en un limbo en donde sólo se reflejaban imágenes de aquella chica, que según Palmeira tenía dieciséis años. Tras secarse y lavarse los dientes, se fue a su cama, introduciéndose en ella para salir disparado de la misma a los tres minutos. De nuevo se fue al baño, retirando el vaho del espejo, y mirándose en él gritó un tremendo: “¡Viva Palmeira”!

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