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MOCHALES

Mi Mingong y yo, 2 (Cuidar de sus pulmones)

Llevo unos días alterado. Realmente son años los que sufro. Pero no es lo mismo preocuparse de uno solo que hacerlo de dos, porque desde que Wen Puar, mi Mingong, sale conmigo, los pronósticos meteorológicos en Pekín son la diatriba que lanzo contra este país que quiere acabar, a cara descubierta, con nuestra relación, además de con la vida de millones de personas inocentes.

 

Hace unos días las medidas que contabilizan las partículas pesadas que corretean por el aire pequinés, y que cuando una persona las respira llegan hasta sus pulmones para desde allí caer hasta la misma sangre, alcanzaron la mortífera cifra de ochocientos. Dos días después, setecientos y pico. Pero lo peor de todo es que no bajamos de doscientos y uno no sabe qué hacer ya que mi Mingong, ya de por sí expuesto a tremebundos riesgos pulmonares no sólo por haber nacido en este desolador país sino porque fuma dos paquetes diarios de Honghe, un durísimo cigarrillo mandarín, no se detiene en su esfuerzo laboral rodeado de toneladas de cemento, tierra, salpicaduras de metales y todo tipo de riesgos para sus de ya de por sí maltrechos órganos vitales. Que el día que mi Mingong enferme, y la causa haya sido por respirar tan enviciado aire, prometo acudir a la plaza de Tiananmén para colocándome debajo de la foto de Mao Zedong, volarme los cojones -¿para qué los querré ya?- soñando con que la sangre salpique su imagen y mi atentado/sacrificio quede recogido en los libros de amor e historia.

 

Ayer, que fue jueves, mi Mingong se vino a dormir, dándome la noche a causa de un exceso de tos con esputos, que esta vez no era de los cigarrillos Honghe, ya que estuve recogiéndole los gapos y serenamente contrastando que en ellos no se apreciaba restos mucosos algunos, sino extrañísimas miniaturas metalizadas, que con la humedad de su saliva, brillaban. Luego fui corriendo a prepararle un buen vaso de leche caliente –por supuesto importada de Nueva Zelanda- obligándole a que se le bebiera cuando se encontraba en medio de su descanso. Le añadí miel, soñando con que le hiciera algo de bien.

 

-¡Es muy tarde!

 

-Debo cuidarte Mingong. Que ay que ver cómo toses. Me tienes preocupadísimo.

 

-Me duele le cabeza.

 

Llevamos dos semanas sin practicar sexo. Y yo le hecho la culpa a este paisaje infernal que lleva emitiéndose día sí y día también desde mi ventana, en donde muchas veces no adivino el edificio de enfrente como hace demasiado tiempo que no recuerdo las nubes y sus diferentes dibujos. Ya sé que en este país no están permitidas las bodas homosexuales, pero eso no quita para que sueñe despierto con la posibilidad de que mi Mingong y yo adoptáramos a un recién nacido -a poder ser de su provincia natal, que así sería posible que nos saliera tan guapo como él-, excusa perfecta para que nos marcháramos de este infierno en vida: porque la suma de tantos amores enfermando, padre e hijo, sería la causa definitiva para poner, al fin, tierra de por medio. A mí también lleva días doliéndome la cabeza. Pero yo me incrustaba ahora mismo un buen tumor cerebral a cambio de que los pulmones de mi Mingong recobrasen vida. Que sólo recordando sus ataques de tos llego a soltar más de una lágrima.

 

Hace cinco días que me fui, indignado, a una clínica internacional donde adquirí una de esas caretas de protección facial que ahora va y le da vergüenza ponerse. Y buen dinero que invertí en ella. Algo así como cincuenta euros. Porque yo no permitiría, como hacen los chinos que creen tomar medidas contra la polución, esos papeles azulados que con una goma quedan atados a las orejas, permitiendo que todo el veneno siga campando a sus anchas. Que yo a mi querido Mingong le he regalado uno que no sólo cubre la boca, sino el resto de la cara, incluida nariz y ojos. Y sé que cuando sale de casa, esos jueves y domingos en donde sí puedo sentirlo cerca, aprovecha al cambiar de esquina, alejándose de mi ventana, para retirárselo y exponerse al riesgo que sufren los que tiene más vergüenza que conocimientos. “Mis compañeros de obra se ríen de mí. Dicen que parezco un extraterrestre”, me dijo el día que fui al tajo a llevárselo, para sorpresa del resto de obreros que cada vez me miran con gesto más extraño.

 

A veces sueño con convencerlo y llevármelo bien lejos. A la civilización. A un lugar donde pueda respirar. A una nación donde la homosexualidad no esté mal vista. Y allí, rompería mi hucha, y le montaría un taller de coches, su sueño, con seis empleados manchándose de grasa y doblando los riñones mientras mi Mingong dirige desde la oficina. Una oficina decorada como la de Steve Jobs, con clase. Minimalista. 

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