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MOCHALES

Dorothy

 

“Me llamo Dorothy”, me dijo, mientras mordisqueaba los hielos de un gintonic cualquiera en una noche cualquiera donde precisamente no estaba hablando con cualquier persona. Luego se olisqueó disimuladamente el sobaco, tras una noche de bailes que a una americana de Oregon no debe saberle a sopa de miso recién hervida. La verdad que lo de olernos la axila, así como si quisiéramos secarnos el sudor, es un truco antiquísimo y escasamente trabajado que todos utilizamos alguna vez en la vida con la idea de cumplir la faena sin necesidad de que el contrincante tenga que taparse las fosas nasales. A Dorothy no le olía mal esa parte del cuerpo; pero podríamos decir que a las cinco de la mañana una mujer de Portland, o una de Siberia, anda a años luz de una oriental en esa pureza femenina que todos necesitamos, con esas cavidades sin afeitar aunque gloriosas en su sabor; que no me cabe duda que serán los siguientes orificios a penetrar cuando dentro de cuatro millones de años el hombre termine de evolucionar su cuerpo. Para esos días tan lejanos la vagina será una broma y el ano, esencialmente en el hombre, su única salida airosa. Y sin necesidad de ser homosexuales.

 

Dorothy, subida en mí, aplastaba cualquier zona donde se posaba, recordándome que el pesaje es importante cuando te subes encima, caso habitual entre el hombre, que aun doblando en kilos a las señoras con las que se aparean, nunca cayeron en la cuenta de no asfixiar a sus presas. Y Dorothy, la verdad, parecía el anticipo de una sesión claustrofóbica pagada a escote, con mi tórax reducido a escombros y mis palpitaciones acercándose al ingreso hospitalario.

 

-¿Te importa tocarme por fuera?

 

-¿Por fuera de dónde? –pregunté intrigado, creyéndome que tendría que salirme de la habitación del hotel para irla sobando con una pértiga.

 

-Aquí, joder. Y bien fuerte. –me dijo mientras mi mano, dirigida por la suya, parecía un consolador con trece pilas de larga duración.

 

Cuando el esguince de muñeca tomaba forma pregunté por introducir el miembro, caso real y habitual de sexo entre dos personas, siéndome denegada la posibilidad. Para ayudar a su monosílaba frase –“¡No!”- me aseguró que sólo le quedaba “un momentito para correrse”. A la media hora, y cuando mi antebrazo derecho parecía el de Rafa Nadal en el quinto set de Roland Garros, me hice el muerto; que si no lo estaba de verdad sería por poco ante tamaño esfuerzo físico por golpear a su clítoris convertido en timbre sin pila: no reaccionaba.

 

Cuando noté una fuerza siete veces mayor contra mi estómago comprobé que se acababa de correr. Nunca en toda mi vida había celebrado tanto el éxito de una persona tan ajena a mí. Porque debe saberse que en mi puta vida volveré a quedar con Dorothy. Ni cobrando, dijéramos.

 

-¿Te ha gustado?

 

-Mucho, mucho. –contesté-. Es que no siento el brazo… pero por lo demás.

 

-Es que yo sólo me corro exteriormente. A mí no sólo me vale la penetración.

 

-Yo también me corro exteriormente. –acentué.

 

Pero no se dio por aludida. Que en vez de una paja me hizo un gintonic del minibar del hotel. Y tras la copa, allí que me fui con los huevos llenos, golpeados, rojizos y doloridos, cuando no me quedó más remedio que tomarme mi cumplida venganza. Me insertaba el calzoncillo que ni me cabía, como esos gilipollas domingueros que no son capaces de ponerse la camisa tras un día extremo de sol playero, cuando solté lastre.

 

-¿Por qué te olías el sobaco?

 

-¿Qué dices?

 

-Me refiero al bar donde te conocí. Te acercaste la zona humedecida por tu camiseta a tu nariz. Debías pensar que apestaba.

 

-Eres imbécil.

 

-Bueno, sólo decirte que sí que te olía un poco. Que en el taxi posé mi cabeza sobre uno de ellos y aquello parecía una final de cien metros lisos llena de americanos sureños y jamaicanos.

 

-Eres un hijo de puta.

 

-A ver qué me hubieras dicho tú si llego a ser yo el que me corro y te dejo a ti con las ganas, Dorothy.

Morir de pie

 

Si algo tenía Rose es que era lúgubre. Recostada en una esquina de la cama, desnuda, y encerrada en sí misma, aportaba a la compleja situación un punto de polémica injusta.

 

-¿Por qué no me follas bien? ¡Por qué nadie me folla bien!

 

Rose es de Michigan. Y posee un carisma a la hora de hacer el acto que ríete tú de los poetas que recitan en directo y sin sonrojarse ante millones de personas; por esa magia de la radio o la suciedad de la televisión, por ejemplo.

 

-Estoy harta. ¡Harta! Dos minutos. ¿Tú te crees que yo he venido a tu casa a verte cómo te corres? ¿Tú te crees que yo soy una cooperante?

 

Y cierto que lo era. Porque me sedujo con la mirada de la líder en un bar de supervivientes. Su frase, a la medida de su trágica vida.

 

-Yo salvo al mundo. Hice puentes en Costa de Marfil. Colegios en Ruanda. Y ahora ayudo a las mujeres golpeadas en Camboya.

 

-Me estás seduciendo.

 

-Y tú a mí.

 

Nunca supe las razones, pero sin llegar a abrir realmente la boca, me traje a horcajadas en mi minúscula moto a una Rose que apestaba a Tequila. Yo sólo asentía, también borracho, ante sus frases más polémicas. Que para mí un cooperante, generalmente, es un residuo del placer; una obviedad tremebunda que amenaza al mundo cobrando por los favores más que los bancos por los créditos.

 

-¿Por qué todos os corréis tan rápido?

 

-Yo sólo te avisé… y tú me dijiste “rápido”.

 

-Podías haberte salido, ¿no?

 

-¿Para qué?

 

-¡Para alargar el polvo, joder!

 

-Es que yo pensé que querías lo contrario. Te aclaro que ‘rápido’ no quiere decir ‘para’.

 

-Sois idiotas.

 

Verla encorvada, derruida, me hizo pensar en la cantidad de señoras que no son capaces de encontrar en sus maridos una salida honrosa al resto de sus días. Pero yo no era más que su amante. Y por una sola noche. Porque Rose nunca supo hurgar en la ranura de la humanidad, anclada en una especie de olimpiada de récords en donde el que se corría antes no sólo perdía, sino que era automáticamente expulsado del campeonato.

 

-Llevo años, ¡años!, follando con desconocidos, con novios, con primos, con jefes, con compañeros de trabajo, con mis tenderos… Y nadie. ¡Nadie! Es capaz de sacarme el jugo. ¡Joder!

 

Y yo allí de pie. Impertérrito. Como esos jueces de línea a los que acosan once jugadores tras un clamoroso gol en fuera de juego. Pero con la dignidad por bandera. Aunque mis huevos ya fueran globos recién vaciados en esas fiestas de cumpleaños donde disfrutan más los niños invitados que el que los cumple.

 

-¿Por qué te has corrido a los dos minutos?

 

-Ya te lo dije antes. Yo sólo…

 

-¿Podrías follarme otra vez?

 

Y luego me lanzó catorce libros, a la vez, que posaba sobre una repisa realmente ordenada, la que yace encima de mi almohada, donde separaba las ediciones de autores extranjeros, ochenta por ciento de mi colección, de los que vieron la luz en España. La verdad es que no le sentó bien. Pero no hay nada mejor que decir lo que sientes al instante que tres décadas después: “Que te folle tu primo”, contesté.

 

Su salida de casa fue honrosa. No volvió a intentar romper nada. Aunque su frase final tampoco tuvo desperdicio: “Ojalá nunca satisfagas a ninguna mujer”. Yo la miré con esa risa tenebrosa que gastan los ganadores; los que se van a dormir sin tener que coger un taxi y que, además, tienen las bolsas vacías: los huevos. Luego creo que gritó algo. Pero ya estaba muy lejos de mis oídos. La cama aún estaba calada de humedad y semen. Pero creo recordar que no tardé ni cinco minutos en dormirme. Que para mí un trauma ajeno es como un yogur de plátano: ni me gusta la fruta ni consumo lácteos. 

Islas Feroe

Sabía que era obesa pero no de las Islas Feroe, milagro no cotidiano que te reparte el día a día de beber antes de que anochezca para acostarte temprano. Pedaleaba, sinuosa, atrapando a un sillín de bicicleta minúsculo por su enorme trasero, que era lo menos atractivo en setecientos kilómetros a la redonda, precisamente a su redonda.

 

Luego aparqué la moto para echar gasolina cuando creí haber olvidado a la mujer que de golpe y porrazo se plantó ante mi mismo surtidor. Y el gasolinero sin saber dónde repartir líquido.

 

-Me llamo Anette.

 

-Y yo Ohete (en inglés la hache es casi jota mientras la misma es elle)

 

-Rima.

 

-Es poesía.

 

-Yo escribo poemas –me dijo la muchacha.

 

-Yo recibo descargas –contesté, al borde de la vergüenza ajena.

 

-¿Por qué vas en moto cuando puedes ir en bici?

 

-¿Por qué tú no vas en moto?

 

-Porque pedalear me hace bien.

 

-¿A qué te refieres?

 

-A mi peso.

 

-Yo aún soy delgado…

 

-Pero tu corazón..

 

-¿Y ahora a qué te refieres?

 

-Uno se cansa de no actuar. Anda, camina, corre, salta, nada, huye. Así lo entrenarás.

 

-Y yo que creía que al corazón sólo se le cuida amando.

 

-Eso es mentira. Al corazón se le da vida pedaleando.

 

-Pues yo amo motorizadamente.

 

 

-Porque no sabes amar a pedales.

 

-Te quiero.

 

-¿Por qué me dices eso?

 

-Porque me encanta escucharte.

 

-No escuches lo que quieras oír.

 

-Yo sólo buscaba una gasolinera… Oye, ¿es sano pedalear bajo un sol de justicia?

 

-Yo nací un dos de enero, en Tórshavn, capital de las Islas Feroe. Y nunca sentí frío.

 

-Amo a las Islas Feroe.

 

-Es la segunda vez que amas o quieres sin saber lo que dices.

 

-¿A qué te refieres?

 

-No digas lo que quieran sentir los demás.

 

-Te juro que amo a las Islas Feroe. Incluso sin haber estado nunca allí. Que a mí el norte me enerva.

 

-A mí, sin embargo, las Islas Feroe me aburren.

 

-¿Por?

 

-Debe ser porque nací allí.

 

-Yo nací López y me puse Ohete.

 

-Me encanta López.

 

-Y a mí tú país.

 

-Te repites.

 

-En el amor la repetición es sólo un adelanto de la ira que causa la falta de él. Es como comer siete veces en un día para cuando no haya nada que echarse a la boca.

 

-¿Eres poeta?

 

-No, pero tú sí dices serlo.

 

-Yo quiero serlo y por ello me apunto el tanto, con antelación. Pero oyendo lo que dices…

 

-La poesía es el arte de contar lo que acontece. O de inventarse lo que quisieras que pasara.

 

-Hueles bien.

 

-Es que yo no he pedaleado.

 

-¿A ti te molesta el mal olor?

 

-¿Te refieres a la gasolina?

 

-No. Me refiero a mí.

 

-¿Acaso hueles mal?

 

-¿Acaso me has olido?

 

-Sueño con ello.

 

-¿En tu moto o en mi bici?

 

Y luego llegamos a casa. Ella pedaleando, robusta y eficiente, como dopada con maillot, y yo a su rebufo, oliendo todo lo que quise y más, por culpa de haber aceptado la invitación y haber ido sentado todo el rato en su sillín, tras la mole.

 

-No veas lo que cuesta desplazar a dos. Y más cuando debes pedalear sin poder descansar. Que estabas tú en mi asiento.

 

-¿Sudaste más?

 

-¿Es una afirmación?

 

-Difamación, acaso.

 

Y luego follamos. Lo de siempre. Con una salvedad: a las habitantes de las Islas Feroe que pedalean como bestias les huele el coño. Que hasta a mí, yendo de paquete, me apestaba la axila.

 

-No me lo comiste.

 

-¿Para qué? Prefiero hacerlo en limpio.

 

-¿En limpio? ¿Acaso crees que el jabón químico suplantará la realidad?

 

-Yo sólo quiero vivir bien, Anette. Y sólo hemos echado un polvo y ya hay problemas de entendimiento.

 

A la mañana siguiente marchó. Sobre el mismo sillín de bicicleta ridiculizado. Sin haberse duchado. Eso sí, soñé con las Islas Feroe. Aunque si algún día tuviera la suerte de visitar semejante archipiéalgo nunca la llamaría. Por coherencia. 

Pies

 

No es usual, pero existen ucranianas a las que les pica el gusanillo de Camboya. Irina, de piel blanca, casi lechosa, de metro ochenta y tantos, y con caderas como superpuestas, merendaba junto a la playa de Kep, ocultándose del sol, preludio de un impenitente cáncer de piel, cuando me acerqué y descubrí que el supuesto jugo de coco era un vodka con no sé qué.

 

-Con Malibu. ¿Y cómo sabes que bebo vodka?

 

-Muy fácil: el camarero, de profesionalidad contrastada, ha dejado la botella sobre la barra; como pensando que vas a pedir otro.

 

-Ya no hay privacidad, joder. Qué dices de profesionalidad.

 

Irina me confesó que acababa de divorciarse de su marido iraní. Ex modelo, pero hace ya demasiado tiempo, su esposo la dejó cuando Iván, su hijo, ya tiene diez años. Y en esas, escapó, con el dinero trincado, a evocar, a esquivar, a olvidar. A beber, qué cojones. O a seguir bebiendo, pero a solas.

 

-Me ha dejado porque dice que estoy gorda. ¡Puto persa!

 

-¿Cuántos años llevabas con él?

 

-Once. Me preñó a la semana de conocerme. Yo era muy joven. Y modelo. Ahora tengo 32 años y nadie me quiere.

 

Y además de gorda, o con caderas superpuestas, le olían los pies. Que tras cuatro copas –y porque yo cesé la ingesta- accedió con modos violentos a seguirme hasta casa, en donde tras descalzarla -¿qué harán las gentes calzadas a los treinta y tantos grados camboyanos?- descubrí un tufo que se tornó en muerte cuando comenzamos un sesenta y nueve que casi me desmaya, porque a sumar al pestazo a pies podría asegurar que tampoco es que la vagina fuera zumo de claveles. Aunque debo reconocer que un hedor amputó al otro de tal manera que accedí a ocultarme en su vagina como antídoto contra sus asquerosos pinreles, frente a uno de los refugios más nauseabundos jamás recogidos en la historia del sexo a primera vista. Y eso que a mí me encantan chupar pies. Sobre todo en China, donde sus dedillos son chocolatinas.

 

-¿Qué pasa? ¿Es que no quieres follar?

 

-Háblame bien, Irina. Que no soy el puto persa.

 

Y así acepté echar un polvo rápido con una ucraniana a la que tras finalizar el acto la devolví al mismo bar a sabiendas de su presumible alcoholismo. Que daba mucho más gusto verla beber que descalzarse. A la séptima copa, porque por esos lares son peores que los hombres, me atreví a decirle lo de sus pies, por esa educación cristiana-errónea que cree que el favor al prójimo, en todas las nacionalidades, es bien recibido.

 

-Que te jodan. Que te jodan. Me huelen los pies porque no me huele el coño.

 

Y no llevaba razón, la verdad, la poetisa ucraniana, pero tampoco era plan de informarla de un problema mucho más complejo que arramplar con todo el Fungusol de la farmacia y espolvorearlo por los pies además de geles vaginales perfumados por litros. Que lo de abajo necesitaba, al menos, amputación y búsqueda de otros pies. De muertos en accidente de tráfico, por ejemplo.

 

-Mira, si te lo digo es porque te tengo aprecio. Que yo no follo con animales. Una vez le dije a un amigo, tendría trece años, que le olía el aliento, y estuvo cuatro años sin hablarme.

 

-Normal.

 

-¿Y sabes que me volvió a dirigir la palabra?

 

-No me lo creo.

 

-Pues sí. ¿Y sabes cuándo?

 

-No.

 

-Cuando morreó por primera vez. Te juro que vino a casa y sin mediar palabra me dio un abrazo. Me agradeció mi favor, aunque fuera tan a posteriori.

 

-Yo ya sé que me huelen los pies. Además, uso un 44.

 

-Pues usa chanclas. Al menos en Camboya.

 

-¿Te ha gustado el polvo?

 

-Sí.

 

-¿Pedimos una botella de Tanqueray?

 

-Mezclar…

 

-Dime que luego me vas a llevar de putas.

 

-¿Cómo?

 

-Sólo quiero recuperar el tiempo perdido.

 

-¿Tú crees que recuperar el tiempo perdido es irse de putas con el primero que te encuentras en Camboya?

 

-Recuperar el tiempo perdido es no guardarte nada. Por eso te lo pido.

 

-¿Le pediste a tu marido esto?

 

-Mi marido es un muermo.

 

-¿Y te dijo que te olían los pies?

 

-No.

 

-Entonces es que no te quería.

Fetichismo

-Ya ha sonado treinta veces veces el World in my Eyes de Depeche Mode. ¿Terminas ya?

 

-¡No me desconcentres! ¡No me desconcentres! ¡Ya casi, ya casi…!

 

Y diez minutos después, y a la hora de yo haberme corrido, Christina, una búlgara extraña, que trabajaba en la Bolsa de Londres y que sólo cotiza orgasmos escuchando la citada canción que solamente puede sonar si es que su versión en vinilo es la que rasca la aguja, hizo aguas. Su sexo, al fin, convertido en humedal; y su cara desencajada.

 

-¿Y qué harás cuando se te raye el disco?

 

-¡No me digas eso! ¡No me digas eso!

 

A Christina la conocí en un viaje a Londres. Fue hace casi una década. Yo transitaba a solas, en tremenda alegría, sin nadie que me molestara ni me conociera, cuando tuve que recoger del suelo a una muchacha que acababa de caerse. Las naranjas valencianas y los nabos rodaron calle abajo, el cartón de leche fresca reventó y su tobillo derecho pareció estar inflamado.

 

-¿Te llevo a un hospital?

 

-Que va, tranquilo. Vivo aquí a la vuelta. Y no creo que sea nada.

 

Los tacones habían hecho perder estabilidad a una Christina que me invitó a su casa aún dominada por el estrés laboral. Llegué a pensar que todavía no había asumido que se había caído, porque en las grandes ciudades todo ocurre tan rápido que la digestión de los acontecimientos siempre se hace tarde. A veces tan tarde que uno ya no recuerda el porqué.

 

La casa de Christina era bazofia: un apartamento de doscientos metros cuadrados, con terraza de otros cuarenta metros, salón convertido en gimnasio, cocina repleta de verduras ecológicas plastificadas –qué incongruencia-, y su habitación, gigantesca, donde en la cama hubiéramos cabido siete y con tal cantidad de armarios que soñé que nunca podría encontrar la salida. A la mañana siguiente, supuse.

 

-¿Eres fetichista?

 

-No es fetichismo. Es una realidad: yo era fan –ahora sólo seguidora- de Depeche Mode; y la primera vez que me corrí, allá por el año 92, fue en casa de mi primer novio escuchando esa canción.

 

-Ya, pero a lo mejor llegaste al clímax por ti misma y nada tenía que ver lo que sonaba de fondo.

 

-Eso mismo pensé yo hasta que no volví a correrme pasados tres años. Y otra vez con la misma canción. Pero lo mejor de todo es que todo me ocurrió besándome con un amante de la época. Estábamos en el Vicente Calderón y tocaban Depeche Mode. Entonces recordé la primera vez.

 

-¿Me estás diciendo que te corriste, cuando no te corrías nunca, escuchando World in my Eyes en un concierto, sin previa penetración ni tocamientos manuales?

 

-Lo juro.

 

-Pero esa vez tocaban en directo. No era un vinilo.

 

-Y fue la mejor. Recuerdo casi desmallarme en un éxtasis imparable de al menos cincuenta segundos. Manolo, que así se llamaba el chico, creía que había perdido el sentido. Llegó a insinuarme que me habían metido algo en la bebida.

 

-A lo mejor.

 

-Imposible: no bebí.

 

Christina seguía estirada en aquella inmensa cama, despatarrada, apretando su pubis contra mi rodilla. Porque así es como llegó a su placer más íntimo, que quiso compartir conmigo tras haberla penetrado sin que hubiera sentido más que “cosquillas sin importancia”. Luego puso World in my Eyes, creo que cincuenta veces, y apretó su coño contra mi rodilla, sintiendo que aquello no era humano. Dos días después fui a hacerme una artroscopia, comentándome el médico que “no había daños en el menisco ni en los ligamentos”.

 

-¿Juega usted al fútbol? –me preguntó el doctor.

 

-No.

 

-¿Hace algún tipo de deporte?

 

-Ninguno.

 

-¿Se dobló la rodilla en la bañera?

 

-Nada.

 

-¿Entonces para qué vino a mi consulta?

 

-Conocí a una mujer hace una semana que para llegar a su orgasmo apretó su sexo contra mi rodilla derecha por espacio de, al menos, una hora.

 

-¿Y le dolía?

 

-¿A quién?

 

-A usted.

 

-No.

 

-¿Y a ella?

 

-Me imagino que no.

 

Dejé la casa de Christina a la mañana siguiente, tras negarme a prestarle mi rodilla por segunda vez. Yo en cambio sí me volví a correr. Haciendo, eso sí, el acto de la manera clásica: ella debajo y yo encima, con algún giro hacia el riesgo de follar de lado o con ligeras posesiones a cuatro patas. “Necesito tu rodilla –me dijo-. Espérame que pongo el disco”. Y entonces salí corriendo.

Complicaciones en el estreno

Se cumplía la medianoche, con ella apretándome la pechera contra mi espalda de conductor de Scooter, en una noche estrellada de luna que parecía llena, cuando antes de degustar a mi primer manjar en Kep imaginaba qué me iba a acontecer al rato, cuando ella despelotada me exigiera cumplir con el clásico rito que están obligados a cumplir dos personas que a los quince minutos de conocerse marchan para la casa de alguno de ellos. Casi sin mediar palabra.

 

Y la verdad, tras seis semanas sin probar más bocado que el porno japonés que asola internet, uno dudaba de hasta dónde podría llegar, en número de actos y en segundos a eyacular la primera vez que lo hiciese. Si es que llegaba a haber segunda. Fueron tantas las dudas, que mientras ella se tonificaba el cuerpo yo medité muy seriamente el comerme media pastilla de Cialis. Pero claro, tras mes y medio sin follar aquello no mostraba síntomas de derrota, por lo que esperé con espasmos a que Anie, que hacía decía llamarse, se terminara de asear. El ventilador no terminaba de saciarme.

 

Debo reconocer que empujo bien. Pero debo ser justo e informar que a los siete segundos de la introducción ya comencé un dentro-fuera horrible que llegó a desconcertar a la muchacha. “¿Qué te pasa?”, me dijo; “Es la emoción”, le contesté mientras apretaba la mano contra mi glande evitando un nuevo intento no deseado de aspersión. No duré más de tres minutos, por lo que al rato Anie comenzó a dormir desnudita y provocativa.

 

Entonces encendí el ordenador, llegando a paladear la jornada de segunda división sin aún saber bien el porqué. Luego me metí en un blog argentino donde una doctora explicaba qué métodos naturales ayudan a ser más duradero y a la vez, a repetir tantas veces como se desee. Pero el colmo fue la bitácora de un australiano que decía haberlo hecho nueve veces en una noche… con Cialis. Y allí que me tomé mi media, por si acaso aquella mujer se iba a largar a la mañana siguiente poco impresionada.

 

Como adquirí el milagro en Camboya a uno siempre le queda la duda de que aquello pudiera funcionar. En China, por ejemplo, lo que se vende es rotundamente falso. Pero el Cialis es como el tripi, que crees nunca te va a subir y cuando pillas el efecto ya no bajas hasta el día siguiente. Y en esas estaba cuando de la dosis –o de la cena- noté que mi vientre cedía.

 

Me senté en la taza del váter y solté lastre mientras pensaba en cuántos le iban a caer a la pobre. En esas, que la chica golpea la puerta porque también quería usar el aseo. Y entonces, la sorpresa: la cisterna se come todas las heces menos una que queda flotando hasta mi desesperación. Debí esperar a que la cisterna volviera a llenarse de agua y Anie que volvió a golpear la puerta. Los nervios eran tales que aproveché esos instantes que se hicieron eternos para untarme el ojete con crema para después del afeitado, lo primero que encontré a mano en mis eternas dudas por saber si iba a contaminar el ambiente de la habitación al volver de feo hedor. Y a la tercera, cuando me planteaba seriamente el coger la mierda con la mano y lanzarla por la ventana, el problema desapareció y cedí el baño a mi muchacha que me miró extrañado.

 

Yo volví al camastro certificando que incluso en problemas aquello no cedía un ápice. Por lo que nada más salir, volví a cubrir a mi presa que quedó absorta de tanto ejercicio, el cual, además, se volvió a hacer con ambos desnudos menos yo, que iba señalado por mis calcetines. “Oye, ¿por qué no te quitas los calcetines? ¿Tienes frío?”, me preguntó extrañada; “Es que tengo una hernia y el doctor me dijo que nunca debía coger frío en los pies”, contesté; “¿Y no te dijo el doctor que cuando se practica sexo se hace con preservativo?”, remató.

 

La euforia, la verdad, me llevó a tirar por la borda mi primer acto, donde me estiré el látex hasta el ombligo. Pero el segundo… Sí, en el segundo, llevado por la euforia de querer ser como aquel australiano que echó nueve en una noche, decidí hacerlo a pelo, a sabiendas de que al sólo tener tres condones y si pensaba llegar a su marca, si no superarla, iba a tener que hacer algunas veces el sexo al natural.

 

Y luego otro. Con la particularidad de que a cada cifra sumada invertía más tiempo en el servicio. Y más fuerza. Por lo que Anie tiró la toalla con cara de desnutrida. Se levantó, me miró cansada, bebió agua como una sedienta, y se echó a dormir lanzándome una advertencia memorable: “Estoy muy cansada. Necesito dormir”. Y allí que me bajé yo con el ordenador al salón a cascármela con el porno japonés. Que el Cialis me regaló una noche plena cuando detecté un problema en el invento, ya que deberían adosar otra pastilla para que la otra persona la tomara a la vez con el hombre. Porque la descompensación fue tal que noté que aquello no bajaba ni volviendo a ver cómo iba el Elche-Hércules. Luego busqué en Youtube ‘La Clave’, de José Luis Balbín. Y ni por esas.

 

A la mañana siguiente me presenté en la habitación como recién liberado de una condena de trece años y un día, con el falo enrojecido y el antebrazo izquierdo hinchado, cuando Anie seguía durmiendo a pierna suelta. La intimidé invitándola a desayunar cuando sin necesidad de ampararse en un jaqueca inventada o real me disparó certeramente: “Oye, ¿podrías quitar tu mierda del váter? Y déjame dormir al menos un par de horas más. Gracias”.

 

La mierda había vuelto a salir a flote, en un milagro mucho mayor que aquella imparable erección que se vino abajo cuando Anie se despidió en la puerta de casa anunciándome que, esa vez sí, le dolía la cabeza.

 

Disfruté, la verdad. Pero noté que para haber sido la primera vez que hago el acto en Kep, donde las del pueblo son intocables salvo si te casas con ellas y las extranjeras tienen una media de cincuenta y ocho años, sufrí demasiado. No me dio su teléfono aunque yo tampoco se lo pedí. Y la otra mitad de Cialis estuve a punto de tirarla por el váter. Pero claro, uno nunca sabe si desaparecerá o quedará flotando en la superficie para recordarme que cualquier tiempo pasado fue mejor y que el doping es tan necesario como de obligado cumplimiento.

Follarse a Amy Martín

 

-Cariño, ¿qué opinas de lo que dice tu jefe, que también dice ser ahora tu marido, por la boca de su mujer en la realidad virtual? Y pásame el papel higiénico, por favor.

 

-A mí esa gente me da igual.

 

-Ya, pero cobraste de la Fundación Ideas del PSOE.

 

-No era yo.

 

-¿Y entonces quién escribía?

 

-Mi madre, que ya falleció: Iluminación Martín Braojos, que nació en Linares porque en Bailén no había hospital. Y me puso ‘Amy’, por lo de ‘a mi ése (Pancho, mi padre) me toca los cojones’. Porque la dejó abandonada, ¿sabes?

 

-¿Te quedas conmigo?

 

-No. Si acaso tú, que desde que te has enterado por la prensa, como toda la gama de colores del PSOE de que yo era noticia, te has aprovechado para correrte dentro de mí siete veces, cual toro que cubre, como si yo fuera un alma en pena y tú un enchufe con la única energía.

 

-Mira, no me andes con literatura barata. Que si me he corrido dentro de ti es porque sé que no existes.

 

-¡¿Qué no existo?! ¡¿Y entonces qué es esto?! –señalándose su pubis.

 

-Eso es parte del decorado de esta vida irreal, como tus textos a tres mil euros, como esa Fundación Ideas, como ese 11M cometido por vendedores de hachís en tardes de parques tristes de Lavapiés.

 

-¡Rodrigo! Te diré si existo mañana, cuando tengamos que levantarnos de esta cama convertida en campo de tiro para que el médico de guardia me provea de esa pastilla que evita quedarse embarazada a las personas a las que se le acaban de correr dentro.

 

-Amy. O Laura. O Elsa. O Natalia. O Pepa. O Ester. O Isabel. O Pescado. O Estefanía. O qué más da. Yo me he corrido dentro de ti porque tú eres un aura, un milagro sin ser reconocido; de hecho pareces un ente que ya debe más que escribe: lo peor.

 

-Yo nunca escribí, Rodrigo. Yo impartí lecciones. Pero nadie me lo supo, en su día, reconocer; y hoy, no hay persona que acepte que yo era la Cela con coño, el único milagro literario que no sólo meaba sentada, sino que ni se afeitaba ni bebía orujo tras los almuerzos.

 

-Amy, vas de lo que no eres. Te recuerdo que ayer llegué a tu casa, te bajaste las bragas con suma facilidad –te había conocido en una gasolinera mientras llenaba mi tanque, sinónimo de lo que iba a acontecer después- y me dejaste que depositara el volumen de mis huevos no sin intentar impedírmelo, sino contribuyendo a ello, susurrándome al oído mediante gritos contenidos que “lo tuyo pertenece a mí”. Y claro, a mí que no me aprieten.

 

-Eres un falsario. Mucho más que yo.

 

-Y una pregunta, si no te molesta: ¿eres Irene Zoé Alameda?

 

-No. Soy tu escupidera donde depositas tus instintos, donde echas tus vacíos interiores, donde dices que vuelcas tus impulsos.

 

-¿Te echaron de Suecia?

 

-Y yo ahora te echo de casa.

 

-¡Pero si no existes!

 

-Entonces, ¿dónde te crees que te has corrido?

 

-En el váter bonita, en el váter. Que esto es sólo una conversación conmigo mismo.

 

Y entonces desapareció. Como el semen y el papel higiénico acartonado que se llevó el agua de la cisterna. Como la mierda que no deposité en el váter pero supuse que, si hubiera sido así, se habría marchado, con la corriente. Porque Amy Martin no olía a tinta. Ni siquiera a folio. Era, simplemente, una insinuación, una imagen cristiana, un milagro irreal con el que si no me hubiera dejado follármelo me hubiera estado masturbando nueve meses seguidos. A razón de siete gayolas al día. Hasta que la prensa –que no la jurisprudencia- hubiera olvidado semejante drama de una España a la que ya sólo le faltaba una rubiaza como Dios manda, que no sólo sabe escribir, sino que cobra miles de euros por ser quien nadie sabe quién es.

Mi Mingong y yo, 2 (Cuidar de sus pulmones)

Llevo unos días alterado. Realmente son años los que sufro. Pero no es lo mismo preocuparse de uno solo que hacerlo de dos, porque desde que Wen Puar, mi Mingong, sale conmigo, los pronósticos meteorológicos en Pekín son la diatriba que lanzo contra este país que quiere acabar, a cara descubierta, con nuestra relación, además de con la vida de millones de personas inocentes.

 

Hace unos días las medidas que contabilizan las partículas pesadas que corretean por el aire pequinés, y que cuando una persona las respira llegan hasta sus pulmones para desde allí caer hasta la misma sangre, alcanzaron la mortífera cifra de ochocientos. Dos días después, setecientos y pico. Pero lo peor de todo es que no bajamos de doscientos y uno no sabe qué hacer ya que mi Mingong, ya de por sí expuesto a tremebundos riesgos pulmonares no sólo por haber nacido en este desolador país sino porque fuma dos paquetes diarios de Honghe, un durísimo cigarrillo mandarín, no se detiene en su esfuerzo laboral rodeado de toneladas de cemento, tierra, salpicaduras de metales y todo tipo de riesgos para sus de ya de por sí maltrechos órganos vitales. Que el día que mi Mingong enferme, y la causa haya sido por respirar tan enviciado aire, prometo acudir a la plaza de Tiananmén para colocándome debajo de la foto de Mao Zedong, volarme los cojones -¿para qué los querré ya?- soñando con que la sangre salpique su imagen y mi atentado/sacrificio quede recogido en los libros de amor e historia.

 

Ayer, que fue jueves, mi Mingong se vino a dormir, dándome la noche a causa de un exceso de tos con esputos, que esta vez no era de los cigarrillos Honghe, ya que estuve recogiéndole los gapos y serenamente contrastando que en ellos no se apreciaba restos mucosos algunos, sino extrañísimas miniaturas metalizadas, que con la humedad de su saliva, brillaban. Luego fui corriendo a prepararle un buen vaso de leche caliente –por supuesto importada de Nueva Zelanda- obligándole a que se le bebiera cuando se encontraba en medio de su descanso. Le añadí miel, soñando con que le hiciera algo de bien.

 

-¡Es muy tarde!

 

-Debo cuidarte Mingong. Que ay que ver cómo toses. Me tienes preocupadísimo.

 

-Me duele le cabeza.

 

Llevamos dos semanas sin practicar sexo. Y yo le hecho la culpa a este paisaje infernal que lleva emitiéndose día sí y día también desde mi ventana, en donde muchas veces no adivino el edificio de enfrente como hace demasiado tiempo que no recuerdo las nubes y sus diferentes dibujos. Ya sé que en este país no están permitidas las bodas homosexuales, pero eso no quita para que sueñe despierto con la posibilidad de que mi Mingong y yo adoptáramos a un recién nacido -a poder ser de su provincia natal, que así sería posible que nos saliera tan guapo como él-, excusa perfecta para que nos marcháramos de este infierno en vida: porque la suma de tantos amores enfermando, padre e hijo, sería la causa definitiva para poner, al fin, tierra de por medio. A mí también lleva días doliéndome la cabeza. Pero yo me incrustaba ahora mismo un buen tumor cerebral a cambio de que los pulmones de mi Mingong recobrasen vida. Que sólo recordando sus ataques de tos llego a soltar más de una lágrima.

 

Hace cinco días que me fui, indignado, a una clínica internacional donde adquirí una de esas caretas de protección facial que ahora va y le da vergüenza ponerse. Y buen dinero que invertí en ella. Algo así como cincuenta euros. Porque yo no permitiría, como hacen los chinos que creen tomar medidas contra la polución, esos papeles azulados que con una goma quedan atados a las orejas, permitiendo que todo el veneno siga campando a sus anchas. Que yo a mi querido Mingong le he regalado uno que no sólo cubre la boca, sino el resto de la cara, incluida nariz y ojos. Y sé que cuando sale de casa, esos jueves y domingos en donde sí puedo sentirlo cerca, aprovecha al cambiar de esquina, alejándose de mi ventana, para retirárselo y exponerse al riesgo que sufren los que tiene más vergüenza que conocimientos. “Mis compañeros de obra se ríen de mí. Dicen que parezco un extraterrestre”, me dijo el día que fui al tajo a llevárselo, para sorpresa del resto de obreros que cada vez me miran con gesto más extraño.

 

A veces sueño con convencerlo y llevármelo bien lejos. A la civilización. A un lugar donde pueda respirar. A una nación donde la homosexualidad no esté mal vista. Y allí, rompería mi hucha, y le montaría un taller de coches, su sueño, con seis empleados manchándose de grasa y doblando los riñones mientras mi Mingong dirige desde la oficina. Una oficina decorada como la de Steve Jobs, con clase. Minimalista.