Dorothy
“Me llamo Dorothy”, me dijo, mientras mordisqueaba los hielos de un gintonic cualquiera en una noche cualquiera donde precisamente no estaba hablando con cualquier persona. Luego se olisqueó disimuladamente el sobaco, tras una noche de bailes que a una americana de Oregon no debe saberle a sopa de miso recién hervida. La verdad que lo de olernos la axila, así como si quisiéramos secarnos el sudor, es un truco antiquísimo y escasamente trabajado que todos utilizamos alguna vez en la vida con la idea de cumplir la faena sin necesidad de que el contrincante tenga que taparse las fosas nasales. A Dorothy no le olía mal esa parte del cuerpo; pero podríamos decir que a las cinco de la mañana una mujer de Portland, o una de Siberia, anda a años luz de una oriental en esa pureza femenina que todos necesitamos, con esas cavidades sin afeitar aunque gloriosas en su sabor; que no me cabe duda que serán los siguientes orificios a penetrar cuando dentro de cuatro millones de años el hombre termine de evolucionar su cuerpo. Para esos días tan lejanos la vagina será una broma y el ano, esencialmente en el hombre, su única salida airosa. Y sin necesidad de ser homosexuales.
Dorothy, subida en mí, aplastaba cualquier zona donde se posaba, recordándome que el pesaje es importante cuando te subes encima, caso habitual entre el hombre, que aun doblando en kilos a las señoras con las que se aparean, nunca cayeron en la cuenta de no asfixiar a sus presas. Y Dorothy, la verdad, parecía el anticipo de una sesión claustrofóbica pagada a escote, con mi tórax reducido a escombros y mis palpitaciones acercándose al ingreso hospitalario.
-¿Te importa tocarme por fuera?
-¿Por fuera de dónde? –pregunté intrigado, creyéndome que tendría que salirme de la habitación del hotel para irla sobando con una pértiga.
-Aquí, joder. Y bien fuerte. –me dijo mientras mi mano, dirigida por la suya, parecía un consolador con trece pilas de larga duración.
Cuando el esguince de muñeca tomaba forma pregunté por introducir el miembro, caso real y habitual de sexo entre dos personas, siéndome denegada la posibilidad. Para ayudar a su monosílaba frase –“¡No!”- me aseguró que sólo le quedaba “un momentito para correrse”. A la media hora, y cuando mi antebrazo derecho parecía el de Rafa Nadal en el quinto set de Roland Garros, me hice el muerto; que si no lo estaba de verdad sería por poco ante tamaño esfuerzo físico por golpear a su clítoris convertido en timbre sin pila: no reaccionaba.
Cuando noté una fuerza siete veces mayor contra mi estómago comprobé que se acababa de correr. Nunca en toda mi vida había celebrado tanto el éxito de una persona tan ajena a mí. Porque debe saberse que en mi puta vida volveré a quedar con Dorothy. Ni cobrando, dijéramos.
-¿Te ha gustado?
-Mucho, mucho. –contesté-. Es que no siento el brazo… pero por lo demás.
-Es que yo sólo me corro exteriormente. A mí no sólo me vale la penetración.
-Yo también me corro exteriormente. –acentué.
Pero no se dio por aludida. Que en vez de una paja me hizo un gintonic del minibar del hotel. Y tras la copa, allí que me fui con los huevos llenos, golpeados, rojizos y doloridos, cuando no me quedó más remedio que tomarme mi cumplida venganza. Me insertaba el calzoncillo que ni me cabía, como esos gilipollas domingueros que no son capaces de ponerse la camisa tras un día extremo de sol playero, cuando solté lastre.
-¿Por qué te olías el sobaco?
-¿Qué dices?
-Me refiero al bar donde te conocí. Te acercaste la zona humedecida por tu camiseta a tu nariz. Debías pensar que apestaba.
-Eres imbécil.
-Bueno, sólo decirte que sí que te olía un poco. Que en el taxi posé mi cabeza sobre uno de ellos y aquello parecía una final de cien metros lisos llena de americanos sureños y jamaicanos.
-Eres un hijo de puta.
-A ver qué me hubieras dicho tú si llego a ser yo el que me corro y te dejo a ti con las ganas, Dorothy.
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