Putas novicias, buenas noticias
Ya quisiera un solo club de Shanghái poseer la autenticidad del Pontoon, en donde sus pinchadiscos –aunque sea a veces- pinchan con vinilos mientras la muchedumbre salta sin sus sandalias, esparcidas por una discoteca donde sí es oro todo lo que reluce.
Y sí, cabe destacar un buen ramillete de putas, casi todas seudo profesionales, amparadas en sus trágicos destinos y sus filias a un sexo que realizan con cualidades olímpicas. No como esas holandesas de un Barrio Rojo de Ámsterdam convertido en burdel de pago y prepago, donde las felaciones son telepáticas y los actos sexuales interpretaciones. Eso sí, mirando a través de escaparates puedes llegar a caer en semejantes disparates, que parece ser amputan los pies del suelo de los que caen con demasiada facilidad en la primera oferta que se les cruza.
La de las tetas gigantes y la camiseta roja –así la nombré hasta que me enteré que se llamaba Srei- fue obligada por su amiga a sondear mi cuerpo, cuando, atrevido por la experiencia puteril, noté que era novicia. O eso, o actriz; que semejantes rollizos pómulos rojizos y tembleque al presentarse no eran común denominador de las putas que hasta ahora conocía. “Me llamo Srei”, me dijo, como si fuera mi futura novia y yo no fuera a pagarla veinte dólares con el alba ametrallando de luz la habitación y el baño sin toallas secas de las que poder disponer.
Mientras galopábamos hacia el hostal, a lomos de un tuk-tuk de conductor sorprendentemente agrio, la agarré una mano izquierda que sudaba. Luego la besé en un cuello que remarcaba impenitentemente los latidos de su corazón por el transcurrir sanguineo de sus venas. Todo este anuncio de sensaciones varias y espontaneas, junto a una conversación previa en donde siempre reía bajo una capa de pintura roja natural, me hicieron terminar de aceptar que Srei era novicia. Y qué novicia.
-Me da vergüenza ducharme contigo.
-Y a mí me encanta verte avergonzada. Por mí ni te duches. Sólo quiero quedarme aquí tumbado, mirándote.
-Pero es que me da mucha vergüenza.
Luego tonteamos sobre el camastro de un hotelucho de cuarta, donde tuve que dejar mi pasaporte a modo de broma, ya que nadie lo fotocopió ni tomó dato alguno de mi identidad. A Srei sin embargo, le dieron la buenas noches. Sin más.
-¿Puedo apagar la la luz?
-Si la apagas sólo podré contar los segundos que restan para que pueda verte desnuda.
Y con esas artimañas se metió en la cama. Casi desnuda. Enfundada en una toalla que había secado poco su maravilloso cuerpo, ya que al introducirse bajo la sábana noté que sus suaves pantorrillas y tan excitantes muslos chorreaban agua, que yo quise flujo. Y luego me puse manos a la obra, que como suele ocurrir, un buen sexo acaba con cualquier vergüenza, propia y ajena. Que allí estaba Srei, galopando sobre mi cintura, a punto de romperse, como las rodillas de esos futbolistas con cara de pánico tras el chasquido televisado. Soñé que no tenía condón. Pero sólo fue un sueño.
-Y ahora qué, ¿a que no te da vergüenza que te vea así, desnuda?
-Es que es la tercera vez que hago esto. Y las otras dos veces fue hace un mes. Es que me da miedo.
-¿Te han tratado mal?
-No. Aunque tú has sido el más caballeroso. Lo que pasa es que yo no quiero cobrar por tener sexo. Pero ya no puedo más.
-¿Cuántos años tienes?
-Diecinueve.
-Me encantas.
Y la besé a tornillo hasta que nos despertamos en un bar tomándonos un café. Antes de montarla en el tuk-tuk que la llevaría a su casa volví a besarla a dos carrillos. Temblaba. Como desde que la conocí. Luego se fue entre la maraña de coches, motos y bicicletas mientras yo marchaba a pasear paladeando la pureza de su saliva. No volví a beber hasta pasadas tres horas. Y eso ya es mucho para un alcohólico. Pero su sabor era intenso. Sabroso.
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Fermín -