Balada chocolateada del Top Banana
Tropezar con la misma piedra, en la misma curva y a la misma hora. Que uno se empeña en querer ver por el cristal de la botella, y cuando ésta está vacía sólo puede llegar a observar vicios y demás perversiones, que en Phnom Penh están al alcance de casi cualquier mano, por lo atrevido de sus bajos precios y lo desorbitante de sus guaridas.
El Top Banana es un antro denigrante, donde menos poder dormir -y eso que originalmente es un hotelucho- puedes hacer casi de todo. Por eso acudí a su rebufo, enfurecido de cervezas en todos sus formatos (lata, grifo y botella) para incrustarme en su oscura barra y meterme en menos que pudo haber cantado un gallo ocho chocolatinas de marihuana y una triste jarra de Angkor. La suma de ésta, las anteriores y la chocolatada fue épica. Sublime. Cuasi criminal.
Salí vivo, eso sí. Soportando esa incertidumbre que todo yonqui posee aunque sabes que la chocolatada tornará en descenso sin frenos a los infiernos, untándome de espera en un pecaminoso paseo que me llevó hasta la boca del Pontoon. Y desde allí a un tuk-tuk que fue mi vía de escape, mi asiento al fin del mundo, mi única salida en tiempos de importante crisis mental. Porque aquello subió. Y digo si subió.
Intenté comerme una hamburguesa a un dólar, callejera y aceitosa, a la que creí aderezada con uñas de ratas. Luego descubrí que eran trozos de verdura. O eso quise admitir cuando el cocinero contestó a mi terrible duda, que colmada de un pedo desasosegante, me hicieron creer, además, que aquel esquinazo entre el Pontoon y el Heart of Darkness era una plazoleta donde se representaba una guerra. Algo así como lo de Alepo, en Siria. Para desfigurar más mi percepción de la realidad, catorce tipos salieron detrás de alguien con intenciones asesinas. Entonces me enclaustré en la pequeña rulot que servía hamburguesas con uñas de rata o trozos de verdura; que en esos momentos todo daba igual. Incluso el pedo.
El conductor me llevó de arriba abajo, de izquierda a derecha, con un viento que a veces azotaba y otras tantas enfriaba, cuando el invierno en Camboya es un mes de junio en Sevilla. Tras tres horas –o eso calculé, que las ingestas de psicotrópicos no suelen adaptarse al horario real- volví a las afueras del Pontoon, donde antes de siquiera bajarme de mi transporte, sentí el aliento de una muchacha de tan buen ver que quise no mirar más. Creo que me habló, agarrada a mi brazo, por espacio de otra hora. No recuerdo haberla dirigido la palabra, que el morado era tal que no había manera de poder expresarme, siquiera con las manos. Luego me acompañó a una de esas tiendas que abren veinticuatro horas, donde sólo pude señalar la caja de Cialis. Ella me compró la botellita de agua, que sirvió de allanador de gargantas. Me tomé la mitad. Y a los siete minutos lo que restaba. Debí soñar que podía follar; y que aquella pastillita diseñada para viejos sin erección ni pasión iba a solventar a mi extraña pareja, de la cual hoy, escribiendo, no recuerdo ni su cara.
Cuando se fue al baño salí corriendo. De nuevo a lomos de mi tuktuktero, exigiéndole prisas por si aquella señorita volvía con ideas de que la cubriera. Y yo en aquel estado.
No recuerdo haber tenido erección alguna durante las horas del pedo monumental. Aunque arritmias no fueron menos de doscientas. Saltaba de la cama, con acidez extrema, blanquecino, cuando la luz ya coloreaba la habitación de mi hostal. Porque a esas horas aterricé. Meé del orden de treinta veces. Que olvido contar que durante el apogeo de la ingesta ni hablé, ni oriné, ni bebí más que agua.
A eso de la una de la tarde, seis horas y pico después de haberme tumbado en la cama, desperté. Arrasado. Aunque contento de verme de nuevo, que a eso de las ocho creí quedarme muerto en una de las muchas arritmias. Que el corazón que tengo debería ser estudiado por los cardiólogos. Y que en el Top Banana, como en los comedores de acogida, debería haber un responsable que dosificara los chocolates, que un día de estos no lo cuento.
Tomé un café y una tostada. Y luego directo al lateo diario, con otra docena de Angkor en lata, consumidas en pleno jolgorio callejero diurno. Que creo que el gesto que más me he visto hacer en estos días ha sido comprobar si la chapa que arrancas para poder beberla estaba premiada. Aunque el premio me lo llevé la noche anterior. Por tanto buscarlo.
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