Una paja mal calculada
Ayer anduve, por culpa de una espantosa resaca, evitando admitir que aquel pedo ya era historia. Pero no. Cuando duermo lo justo y me levanto con la copa de gin-tonic entre ceja y ceja, cuando el aliento me remite a lo que sucedió sólo cuatro horas antes, que pareciera sólo diez minutos atrás, no tengo más coraje que enfundarme en la misma ropa y buscar una casa de masajes que si no llegara a satisfacer el orgasmo del borracho podría generar una cadena de masajes hasta que el bolsillo estuviera lleno de aire o hasta que recuperara la consciencia.
Un cuchitril de tres al cuarto, con la segunda planta llenas de colchones y sábanas a modo de separadores entre los unos y los otros, fue el lugar de trasiego apareciéndose ante mi una moza de razonable embarazo, al menos de cinco meses desde que le pusieron la inyección de semen.
El trabajo fue astuto, decantándose por animarme de espaldas y por enfriarme de cara. Pero yo no hacía otra cosa que dar respingos –son las señales que emitimos en morse corporal los que no queremos pedir la paja de viva voz porque nos da vergüenza- cada vez que sólo se acercaba a la mirilla del ombligo, que si llega a ser de las facilonas que te embadurnan las inglés de aceite costroso allí mismo la hubiera preñado otra vez.
Al cuarto salto, y a sabiendas de que no sufría de epilepsia, me hizo un gesto inequívoco: la señal consiste en mirarte de frente, a los ojos, con una sonrisa bordada en los labios, mientras una de las manos se posa sobre el aparato reproductor. Yo, que continuaba comunicándome como en épocas paleolíticas, sólo bramé un gemido y arqueé la cintura, para que su tocamiento se convirtiera en manoseo bajo presión, por si le quedaba alguna duda.
Las sábanas se movían por la corriente, estando tranquilo ya que hacía media hora que un mochilero anglosajón había salido del habitáculo, cuando de pronto una carrera inconsciente trajo a un niño -¿sería su hijo?- a un colchón donde su presumible madre ordeñaba al cliente que cincuenta minutos antes, y mientras se descalzaba, le había regalado dos caramelos que viajaban sin sentido en mis bolsillos.
La inocencia quedó desdibujada de su cara, sobre todo cuando vio que no sólo el miembro agitado era de difícil justificación, sino que yo, en actitud embarazosa, tanteaba la barriga hinchada de la señora. Y entonces, el silencio.
El niño salió corriendo, yo no llegué a correrme, y la masajista ni siquiera me retiró con las clásicas toallas húmedas el pringue aceitoso con el que me fui buscando otra casa de masajes donde fueran capaces de terminar lo comenzado. Que cuando uno anda descabalgando no quiere otra cosa que ser calmado, aunque un niño se interponga en mi única meta.
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