Maduras
Bar de ejemplares mesas, sofás reconfortantes y sillas con respaldo, cuando dos maduras –ni si quiera eran maduritas- se me sientan junto a mi taburete, que para mí el bar es el orgasmo del alcohólico y todo lo demás, agradables momentos donde entablar conversación con los de siempre, cuando beber lleva obligado lo de acercarte a la sala de motores e intentar tirarte al barman, siempre que éste menstrúe, claro está.
Pues eso, que dos cincuentonas en fase de embalsamiento pusieron sus escotillas junto a mi axila, que como vengo diciendo desde hace tiempo, y con la evolución del ser humano, será el tercer agujero a penetrar en las mujeres y el segundo en el hombre, siempre y cuando el macho aparte su candidez campestre y acepte que horadar su ojete no es ser maricón sino inteligente.
Con bolsos de Armani y pintorreadas hasta el extremo de los que miramos a la cara, la francesa se situó a mi lado y al suyo una americana de San Francisco que sabía lo que se hacía, ya que en esa posición esquinada, justo frente a mí, debía mirar de cara a su compañera de juerga y por ende de frente hacia mi persona, que aún tratando de golpear a la tecla, me dejaba escorar el careto a sabiendas de que ser admirado no es mayor pecado que ser ignorado.
Pidieron dos copas de vino blanco, momento en que las sometí a mi certera pregunta: “Siempre es mejor pedir una botella: a copas sale más caro y la belleza de la botella siempre supera a la de una barra marchita y solitaria”. Me lo agradecieron tanto que tuve que cerrar el ordenador y ponerme a platicar con ambas, que como posesas de la pasión, acabaron pidiendo no sé cuántas rondas que dieron sentido a mi pregunta inicial. Aunque a ellas poco les importaba.
-Mira –me dijo la americana de moreno pre-cancerígeno y cuello como una etapa de montaña del Tour de Francia-, no hemos pedido una botella porque queríamos cambiar de bar. Pero tu presencia nos ha hecho cambiar de opinión.
Su llegada del baño, tras tres visitas en media hora, me dejó tan sorprendido que tiré de memoria para saber que estaba tratando con occidentales acaudaladas, mantenidas por importantes diplomáticos, que no saben cómo disfrutar de la vida, sobre todo desde que se quedaron fuera de una liga sexual que las recrimina y aparta. Por ello, y aprovechando otra visita más a los aseos de la francesa, tiré de momento histórico.
-Cocaína, ¿no?
-Y de la buena, ¿quieres?
Y aquello tornó en un festival pro paro cardiaco en el que tuve la obsesión se saber quién iba a morir antes, teniendo en cuenta que ellas debían darle al asunto -yo desde hace tiempo no- y que las edades, como matrículas en las ITV, siempre pasan factura. Pero sorprendentemente yo acabé de los nervios, taquicárdico, mientras ellas parecían vivir en un solar de paz, tranquilas como monjas de clausura, manteniendo una conversación en la que yo hacía minutos en la que no podía expresar palabra alguna. Pero como ellas seguían dando rienda suelta al diálogo, llegó ese momento crucial que uno sólo cree ver en las películas.
-¿Nos follas en el baño? –dijo la americana sin mirarme a los ojos por primera vez.
-A mi la cocaína me perturba.
-¿Qué quieres decir? –preguntó la francesa mientras engullía toda su copa de vino blanco de un trago.
-Que a mí con esto se me queda pequeña.
-Nosotras sabremos cómo levantártela.
-Ya… pero no. Sé que lo que me dio. ¡Sigamos hablando!
Y en esas se marcharon, dejándome un regusto en la boca complejo, como si yo fuera eunuco y ellas veinteañeras. Y claro, recordando a cuantas meretrices de cincuenta me he tirado, a veces sólo acostado, a uno se le queda una cara de imbécil que casi les pregunté por su tarifa, insulto a las que se creen que follar por dinero, cuando llevan toda la vida mantenidas, es un delito o algo aún peor.
Volví a casa destrozado. Con la nariz taponada y el corazón a diez mil pulsaciones. Pero con los deberes cumplidos; porque hacer un trío con un siglo, además puesto hasta las cejas, hubiera sido una posibilidad evidente de acabar vomitando en un camastro, que por cierto, nunca podré saber si habría sido el mío, el de alguna de ellas o el de un hotel.
No pedí sus teléfonos, por lo que dormí semi tranquilo, escupiendo esputos, y soñando con una vida mejor en las que unas posibles amigas de mi madre se meten, a lo sumo, media dosis de Valium. O Prozac. Aunque quisieran follar conmigo.
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Manuel Laza Zerón -