Corazón
Sale uno a darle a la tecla y se topa con momentos cruciales en su vida por el mero hecho de entrar en un bar y pedirse una botella de vino blanco. Por cierto, Basa, verdejo de Rueda, al que quise ayudar a superar la crisis si es que estos la padecen.
Te pides una botella de vino a las cuatro de la tarde y la gente se echa las manos a la cabeza, cuando deberían echárselas al cuello cada vez que la inmensa mayoría de clientes entran a un negocio de hostelería tras el almuerzo y se piden un triste café que ni ayuda a cuadrar las cuentas ni genera esa atmosfera de vicio que todo bar necesita. Sólo hay que cruzar la puerta de una discoteca o un puti-club para comprender que esa nebulosa que siempre reposa sobre las cabezas de los clientes no la genera un spray y mucho menos un efecto óptico. Porque el vicio de esos antros levanta una nítida borrasca que además huele a extraño perfume barato, que por mucho que lo busques en las peores perfumerías nunca lo encuentras.
Corazón, filipina que sabía bien lo que se hacía, me sirvió el vino aportando como tapa unos suaves movimientos de cadera que ayudaron a mostrar parte de su decorado: una estrecha falda que además era muy corta, y una sorprendente elección a la hora de abrocharse los botones de la camisa: dejó, al menos, cuatro sueltos. Eran las cuatro de la tarde, repito, y aquello amenazaba borrasca.
Luego apareció el que debía ser el jefe que como si hubiera sido un cura en plenos años de franquismo hizo abrocharse a Corazón, sólo con su presencia amenazante, todos los botones de su camisa hasta un cuello que comenzó a ponérsele rojo. Y a la tercera copa entré a matar.
-Estoy montando un restaurante y busco gente así como tú.
-¿A qué te refieres?
-Gente suelta, avispada, con buen dominio del inglés, abierta con los clientes…
-¿Podría ser la encargada?
-En la vida puedes llegar a ser lo que te propongas.
Y bien que se lo propuso. Porque a eso de las once, cuando su bar echaba el cierre, cedió las llaves a no sé cuál compañero de trabajo y se echó a lomos de mi taxi para a los cinco minutos mostrar una actitud tan cariñosa que por un momento creí padecer una enfermedad terminal: me cogía la mano, me mesaba el cabello y me decía lo afortunada que era por haberme conocido. Luego terminé de disipar mis dudas. Exactamente cuando pedí una botella de oxígeno en el bar donde tras pedir dos gin-tonics sufrí el ataque de una boa constrictora. Y me refiero a su lengua, una especie de manguera en fase de inundación que llegó a acariciarme la campanilla, momento en el casi vomité.
Uno, según la presentación del contrario, podría llegar a suspender el combate; que visto lo visto, llegué a plantearme el salir corriendo, llegar a casa, conectarme a internet y masturbarme plácidamente con fotos de señoras en cuclillas: la última moda del enfermo mental. Pero incluso tras haber superado el principio de ahogamiento, trasladé a Corazón a mi apartamento donde no la hice firmar un contrato de milagro: nada de cadenas, y menos cuerdas, a los consoladores les sacas las pilas, deja de beber.
Curiosamente Corazón comenzó a suavizarse cuando le corregí la información inicial: no estoy montando un restaurante sino que me planteo hacerlo. Y ahí, mis queridas feministas, la misma que me metió una pitón en la boca dejó de sollozar sobre mi pubis para retrotraerse en sí misma hasta convertirse en una absurda ladilla. Me pidió fuego en escena hollywoodiense y se marcó uno de esos faroles que ayudan a la igualdad de sexos echando humo por la boca: “Mañana me levanto temprano, debo irme”. Y bien que se marchó. Tras repetir la escena inicial al dejándose abiertos cuatro botones de una camisa que, supongo, volvería a ofertar de camino a su casa, me quedé tumbado en la cama pensando sólo en una cosa: ¿Y si me dedicara a decirle a las mozas de buen ver que estoy montando un restaurante? ¿Y una cadena de ellos? ¿Y unos grandes almacenes? O por qué no, ¿ser el director general de una farmacéutica? O de una cuadra, qué más da, si lo que les importa a muchas –y a muchos- es el peso del bolsillo indiferentemente de que seas Rocco Siffredi o Torrebruno. Finalmente me masturbé. Pensando en no sé cuál tonadillera con problemas judiciales. Cosas del bebercio y la imaginación difusa. A la mañana siguiente recordé todo y me planteé asociarme a una agrupación de hombres apaleados. Pero no la encontré.
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