La vecina (Flanismo)
Una de las mayores exposiciones al riesgo que tiene un hombre es enfrentarse a una mujer que camina frente a él vestida pero sin sujetador. Al menos a mí se me cruzan siete cables y comienzo a hincar mi mirada en unos flanes que bailan al son de mi depravación. Mi vecina, que debe tener cincuenta y tantos años, es una experta en estas lides aunque ni siquiera lo sabe. Y cada vez que me la cruzo va vestida para andar por casa aunque de vez en cuando se pasee por los aledaños de la misma abriendo una importante línea de fuego.
Normalmente me quedo mirándole los pechos y ella se acaba dando cuenta, por lo que se mete en su hogar y sale tapándose la zona llamativa con una especie de trapo. El mero hecho de tapárselos acelera mi interés, ya que comprendo que ella sabía lo que hacía y donde yo miraba. Sus nietos, desnudos y por supuesto descalzos, la rodean exigiéndole esa información que toda abuela acumula con el paso de las décadas; pero yo, perenne, mantengo mi mirada fija en ese trapo molesto que a veces también la clavo en sus ojos, sabihondos y ancianos.
Esta mañana me levanté con la acidez por las nubes y una erección modélica, recordando que la noche anterior estuve bebiendo hasta el límite de mi capacidad mientras entrelazaba mis manos con una perversa noruega que me dio calabazas en el momento más complejo. Entiéndase complejo a las cinco de la mañana, bebido hasta las cejas, y caliente como el motor de un reactor nuclear en plena ebullición. Que debe saberse que cualquier hombre, sin necesidad de tales accesorios, es capaz de no dejar de pensar en follar incluso cuando está desayunando y leyendo un periódico que siempre, absolutamente siempre, genera un sumo interés en sus páginas de contactos.
Lo dicho, bajé a comprar agua y me la encontré allí, despeinada pero sexual, con unos pezones que ya se adivinaban por debajo de un vestido de corte clásico para señoras muy maduras. Cualquiera no vería sexualidad ahí pero a mí ya me había saltado un ojo. Así que tomándola por sorpresa de la mano, la introduje en su casa donde le levanté el camisón para probar sus pezones, dulces y arrugados, con olor a ropero viejo. Y bien que no me excedí en mi apuesta, ya que ella me abrazó a la vez que soltó alguna carcajada.
Darte satisfacciones a la vez que se las otorgas a otros debería ser el pan nuestro de cada día que terminaría por hacernos mucho más felices. Que si todo el planeta a la vez comenzara a comerse los pechos no estaríamos de tan mala uva. No la penetré y ni siquiera me lo planteé. Pero aquel desayuno pezonero me retrotrajo a épocas no tan lejanas en las que pernoctaba con meretrices ya abuelas en sus zulos convertidos en seudo hogares. Hablo de Shanghái, donde ese tipo de puta alcanza tales cimas de humanidad que luego vuelves a la calle y te enfrentas a una realidad absolutamente cochambrosa.
Terminé de masturbarme pronto. Sólo cerrando los ojos y paladeando aquel sabor entrañablemente familiar, como si fuera el de tu tía la del pueblo.
Estoy seguro, que tras haber abierto esa puerta, volveré a saciar mi vicio en otras ocasiones con unos pezones que su dueña bien sabía porque los sacaba a pasear sin sujeciones, las necesarias para sujetarme a mí, enfermo de ese tipo de imágenes que como apariciones celestiales me convierten en presa de la perdición; porque unos pechos que padecen de flanismo es mi fango favorito en el que retozarme por los siglos de los siglos.
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