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MOCHALES

De Playmobil

 

Jugaba de pequeño a cosas extrañas, tales como actualizaciones de etapas de montaña del Tour de Francia sobre las baldosas de mi casa que a modo de carretera imaginaria eran asaltadas por el centenar de coches de Guisval que siempre guardaba en una papelera. El Lancia Stratos, creo recordar, hacía las veces de Greg Lemond porque Marino Lerrajeta era un utilitario Seat que corría que se las pelaba. Por eso a mí lo de los Playmobil, muñequetes que se movían de manera cuadriculada, me parecía un aburrimiento extraordinario. Que lo que prefería era poner voces radiofónicas a aquel ascenso al Tourmalet antes que doblajes a unos Playmobil que sólo una vez horadaron mi infancia y acabaron con las piernas puestas en lugar de los brazos y viceversa. Salvajismo infantil. Mutilaciones.

 

Claire es una luxemburguesa que si no tiene sangre azul será por poco. Horchata seguro. Entablamos una charla amistosa que no cambió de tercio ni cuando amaneció. Al menos no se fue a casa. Vestida como una infanta, accedió a tomarse un café debajo de casa sin saber que en ese radio de mi cama me muevo como pez en el agua. Creo que fue algo así, tímido: “Ya que es de día podríamos seguir esta bonita conversación en mi apartamento tomando un té con pastas”.

 

Yo creo que a este tipo de personas les excita la vida monárquica. Té con pastas, me dije, cuando en casa lo único que almaceno es vino tinto, cervezas, Yamazaki 12 años y papel higiénico. Que aquella mañana no me quedaba ni agua. Aunque al entrar en casa noté que su trauma iba emparejado a una especie de ficción que le hacía creerse que los paparazzi la seguían. O algo peor. Porque sin pensármelo, y en la intimidad de mi techumbre, le toqué el trasero llegando hasta el cuello por mediación de la espalda mientras le mordisqueaba los riñones. Coser y cantar, como se dice.

 

Pero ya en el camastro, y tras descubrirla, noté cierta frialdad en su calentura, si es que todo el mundo se altera cuando se encuentra desnudo frente a una persona del otro sexo tras siete horas de amena conversación. Juro que convertí en matricula de honor lo que dicen los libros sobre follar: roces, tocamientos, lengüetazos, mordiscos, morreos, para pasar a: dedos juguetones, rodilla que busca aumentar el radio de algo, y pene que se introduce en lugar húmedo cuando con la rodilla fue imposible. Creo que conté hasta cien.

 

Porque al par de minutos noté que aquello no tiraba, como las motos que se calan en plena lluvia, como el niño al que le intentas meter la papilla y se cose la boca. Hasta se le secó. Y mira que me lo trabajé.

 

-Oye, ¿podrías moverte un poquito?

 

-Ya me muevo.

 

-No, te mueves porque yo te empujo; pero aún espero que tú tomes la iniciativa.

 

-Es que a mí me gusta así.

 

-¿Así?

 

-Sí, no me gustan los aspavientos.

 

Luego la saqué para volver al 99% de nuestra novedosa relación: la conversa.

 

-¿Tú tienes orgasmos?

 

-Claro.

 

-¿Y los esparces mediante gemidos?

 

-A veces.

 

-Joder, qué callada eres.

 

-No me gusta hablar de sexo.

 

-Pero si estamos desnudos tras haber detenido un polvo. ¿De qué quieres que hablemos?

 

-Lo has detenido tú.

 

-Joder, si no te movías; si no expresabas nada. Hasta me había asustado.

 

-Yo disfrutaba, pero como tú dices, no esparzo mis sentimientos.

 

-Déjame que te dé un consejo.

 

-Dime.

 

-Si notas que tu brazo izquierdo se te bloquea, que te late el corazón a la altura del codo creándote un fuerte dolor, sal a la calle y grita: ¡Tengo un infarto!

 

Y por primera vez esbozó una sonrisa. Que yo, aprovechando tal esfuerzo por su parte, corrí a introducir nuevamente mi miembro, corroborando que Claire, por mucho que la asedien, sexualmente hablando, ni siente ni padece. Cada tres minutos la cambiaba de posición, moviendo sus brazos y piernas con sumo cuidado, que como acartonadas extremidades cedían a mis ordenes creyéndome durante buena parte del acto que esa mujer era una muñeca hinchable. O algo peor: una figura de Playmobil.

 

No volveré a llamar a Claire porque me da un poco de miedo. Verla ducharse de espaldas al tipo que acababa de poseerla colmó mi paciencia.

 

-Es que me da vergüenza estar desnuda frente a un hombre.

 

-¡Pero si acabamos de follar!

 

Luego se colocó la toalla como esas actrices de Hollywood a las que nunca se les ve un pecho para pasar a enfundarse la ropa de manera artesanal-prodigiosa: sin quitarse la toalla, haciendo malabarismos, de opereta. Me besó en la mejilla –otra señal de un hasta nunca- y se marchó de casa quién sabe si más satisfecha que los siete enanitos tras pasar la tarde con Blancanieves. Todavía noto cómo le movía los brazos, reposándolos lentamente en la almohada, como esos esforzados fisioterapeutas que intentan sacar partido de los parapléjicos que nunca sospecharon de tan penosos futuros. 

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