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MOCHALES

Torniquete

 

Yacía la otra noche sobre los brazos de una cualquiera –y llamo cualquiera a todas aquellas de las que pasadas dos semanas no recuerdo su nombre- cuando en medio del inmenso placer –tocamientos, besazos, manoseos- se nos presentó un dilema. O al menos a mí.

 

-Tengo la regla.

 

-Me da igual.

 

Una de las mayores desgracias del hombre es cuando quiere seguir siendo animal. Eso de contestar sin pensar, como si estuviéramos en la última pregunta de esos estúpidos programas de televisión que sortean coches a los que sólo pagar los impuestos para poderlos utilizar nos causan una ruina inmensa, suele generar errores de dimensiones insondables; como cuando contestas sí, a la carrera, sin haber terminado de analizar la oferta que consistía en pasar un fin de semana en casa de la suegra y con la suegra.

 

-Me encanta que te dé igual. A muchos hombres les pone.

 

“No sé”, contesté, mientras horadaba la zona aún no visible –me encanta follar a oscuras- que al dar la luz emergió una especie de operación a corazón abierto con mi mano derecha sacando vísceras y ella, tócate los cojones, gimiendo. “Un asesinato de manual”, me dije en voz baja, mientras pensaba en esas probabilidades matemáticas que te pueden llevar, en medio de un acto sexual, a ver como tu contrincante fallece por parada cardiorrespiratoria –cardiopatía heredada, drogas, demasiada emoción- mientras la sangre brota y los de atestados se acercan con la esposas y una mala leche de la hostia. Pero antes de que la pistola se convirtiera en juguete de plastilina decidí penetrar. Y la verdad, no puedo jurar que sintiera nada extraño, salvo que al eyacular y sacarla aquello tomó dimensiones periodísticas: ella riéndose –resulta que hay señoras que al tercer orgasmo, o eso dijo, se parten el culo- y yo achicando sangre, que unido al chorrazo de semen, parecía tomar vida en forma de torrente tras una tormenta de verano de dos fallecidos y cuatro desaparecidos.

 

-Es que es mi primer día. Y la verdad, sangro bastante.

 

Uno no pide poesía medieval cuando acaba de depositar lo suyo. Si acaso silencio o caricias. Pero hablar de datos sanguinolentos cuando la sábana ya estaba perdida no fue, podríamos decir, la mejor manera de plantar los cimientos para una supuesta relación duradera. Al meterme en el baño, además, noté como ella me seguía, cual ternerillo tras la teta de su madre, momento complejo que terminó por tocar techo cuando se colocó delante de mí y justo bajo el chorro de la ducha. “¡Torniquete!”, grité.

 

-No te alarmes. La sangre brota con más fuerza si la bañas en agua.

 

-Es que yo me mareo.

 

-Pero yo creía que te ponía hacerlo con el periodo.

 

-A mí lo que realmente me pone es hacerlo.

 

-¿Entonces no te pongo?

 

-Huele extraño.

 

Creo que no habían pasado quince segundos y ya se había secado; a los veinte tenía el tampón obstruyéndole la herida; y al minuto y poco salía vestida por la puerta de una casa que apestaba a matadero. No hubo tiempo de detenerla. Y si lo hubo, no lo tomé demasiado en cuenta. Luego oculté las pruebas, escondiéndolas en una lavadora que pasó a ser tan culpable como yo, atestando de jabón el cajoncito además de volcando catorce litros de suavizante. Por supuesto a las dos horas no quedaba rastro de sangre, aunque sí siete metros de espuma de jabón que al abrir la puerta convirtieron la cocina en una discoteca de Lloret de Mar en pleno agosto. Luego sonó el teléfono. Era un mensaje: “Eres lo menos caballeroso que he conocido nunca”. No contesté pero si lo hubiera hecho habría escrito lo siguiente: “Sólo espero que mi actitud poco caballerosa haya cortado esa herida. De pronto”. Muchas veces un hombre se plantea ser mujer. De hecho llevo lustros meando sentado, un placer insondable. Pero eso de sangrar de manera violenta no termina de convencerme. De hecho preferiría vivir preñado. Por los siglos de los siglos.

1 comentario

Virgili -

Buenisimo.