Asilo y lavavajillas
Fue al lavarme los dientes. Serían las ocho de la mañana y quedaba una hora para que volviera Wanglu, una masajista de cincuenta años natural de Sichuan que se gana la vida haciendo masajes en Hong Kong. Quede aclarado por adelantado que sus masajes traspasan la línea de lo que un fisioterapeuta jefe exigiría a sus empleados. Pero este párrafo quería advertir de un hecho curioso en su primera frase: al terminar de enjuagarme la boca, descubrí unos restos de dentífrico en las comisuras de la misma que pasé a retirarlos con agua del grifo, aprovechando para rociarme de un jabón que resultó ser lavavajillas. Lo peor del caso, el estruendo absoluto, la vergüenza ajena, fue que cinco horas antes había usado el mismo fregaplatos a modo de champú tras un violento vuelo que me trajo desde el hemisferio sur al hemisferio norte. Cincuenta horas de vuelo previas a mi último embarque del día siguiente hacia casa. Y no sé si por el cansancio o por la edad, acabé tomando una decisión oscura: alargar la noche pensando que iba a aguantar despierto tras una nueva ingesta de cervezas que a cada sorbo se hacían más complejas.
A las tres de la madrugada –cuatro horas después de haber aterrizado- me encontraba pagando la cuenta en un bar de mala muerte donde nunca llegué a distinguir a las empleadas de las clientas, y a éstas de las meretrices. Y como el primer hotel donde pregunté estaba lleno y el segundo cobraba la módica cifra de 400 euros por una habitación, tomé una decisión con carácter irrevocable: empotrarme en una casa de masajes con la idea de fallecer hasta el amanecer del día siguiente. Con o sin permiso. En una camilla aceitosa. La cuestión: superar el jet-lag que se avecinaba.
Probé en tres de ellos saliendo de los mismos ante el ramillete de dudas que persistían en el ambiente: en el primero olía a orina, en el segundo la señorita estaba medio calva, y en el tercero la masajista se me presentó directamente en bragas; que no es que uno no desee ser aliviado en las ingles, sino que lastimosamente tras tanto castigo aéreo prefería un masaje normal que me desencajara las rodillas, los gemelos y mi espalda, convertida en cesto de mimbre. Pero a la cuarta encontré destino.
-Necesito un masaje y quedarme a dormir.
-¿Cuánto tiempo?
-No sé, al menos cuatro o cinco horas. Es para hacer tiempo hasta el siguiente vuelo.
-De acuerdo. Pero todo serán sesenta euros.
El precio era lo suficientemente módico como para aceptar, quedándome la duda de un arrepentimiento por su parte en algún momento de la noche. Pero arriesgué, antes de perecer en alguna calle del barrio de Wanchai o de ser arrastrado escalera abajo por alguno de los muchos tugurios de una zona que concentra a lo más desatado de cada hogar.
Nada más cerrar el acuerdo, Wanglu me llevó al habitáculo más lejano de la puerta. Había tres y estaba sola. Quiero decir, solamente ella dando masajes o lo que fuera. Algún cliente la esperaba tumbado bocabajo, con una toalla mal puesta tapándole un trasero sin calzón. Nada más advertirme –“Espérate aquí sentado. Vuelvo en veinte minutos”- marchó, brotándome una duda más que evidente: ¿cómo iba a volver en veinte minutos si los masajes duran entre hora y hora y media?
La respuesta me la dio ella misma, cuando salió de la habitación de enfrente casi como la niña del exorcista, que aun sin mover la cabeza a modo de tuerca desenroscándose sí que echaba espuma por la boca. O algo parecido. Lo que fuere lo volcó en el lavabo que descansaba dentro de la ducha y ésta a su vez dentro de una cocina incrustada en un pasillo. Así son las casas en China, incluida Hong Kong, salvo que sobresalgas de la media y acudas a este tipo de zulos sólo como cliente.
El cliente, posiblemente europeo, cerró la puerta y allí que me quedé con una Wanglu que se lavaba los dientes en clara advertencia de que aquello que le habían endosado iba a ser lo que parecía ser. Luego consiguió abrir la boca.
-Dúchate, por favor.
-Sólo quiero masaje. Es que mañana mi pareja podría pedirme explicaciones por la falta de semen tras tres semanas de viaje.
-¿Sólo masaje?
Mientras le aseguraba que no quería más, pasé a ducharme en un delirio de placer en donde no supe hasta el día siguiente que me había lavado el pelo con su lavavajillas. Luego me secó el pelo con un secador y me frotó el cuerpo con una toalla dignamente áspera. Antes de volcarme en el camastro, le exigí que cerrara la puerta de casa, llegando incluso a apagar el luminoso exterior, hecho éste que impidió que otros transeúntes, interesados en un neón sospechoso, tocaran el timbre.
-Termino contigo y te quedas aquí. Yo tengo que ir a casa. Dame tu número de pasaporte y págame. Confío en ti.
Me dejó frío. Estupefacto. Aunque inmensamente dichoso: una masajista de muñeca tonta iba a darme un masaje estrictamente profesional para luego dejarme a cargo de sus paupérrimas instalaciones. El masaje, por cierto, penoso; que cuando una vuelca todo su esfuerzo en el orgasmo ajeno no desperdicia el tiempo en los tendones que se montan, en las rodillas que crujen solas. Y claro, volver por el camino andado no es tarea fácil.
No conseguí dormirme. O eso creo recordar. Los horarios varios daban vueltas en mi cabeza y ya no sabía qué día era ni mucho menos si debía comer, cenar o desayunar. Y como les decía, al ir a lavarme los dientes comprendí que había menospreciado a mi evidente caída del cabello con unas frotadas de lavavajillas. Luego me peiné, hice la camilla, la cual dejé como estaba, y cerré la puerta de una casa de masajes diurna donde la noche trae nuevas ofertas y la madrugada auténticos milagros en forma de hospedaje a precio de puta. El portero, un hongkonés de aspecto desagradable y ceño eternamente fruncido, se quedó sorprendido por mi salida.
-¿De dónde viene?
-De casa.
-¿De qué apartamento?
-De casa de Wanglu.
-¿De casa de quién?
Y allí lo dejé. Con la eterna duda. Porque hubiera sido harto complejo tratar de explicarle que acaba de despertarme solo, en una casa de masajes, con el pelo brillante del limón del lavavajillas, y que además, no había sido aliviado en mis bajos instintos.
A Wanglu le dejé una nota preciosa: “Gracias por tu hospitalidad. A la próxima, paja”.
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