Melannie Thomas
Fueron trece horas de ensueño en una pesadilla de viaje que salvo por el aterrizaje fue un supino coñazo. Por el aterrizaje y por el constante roce de mi rodilla izquierda con diversas partes de su cuerpo. Porque la azafata Melannie Thomas acudía en mi ayuda cada vez que cruzaba ese pasillo asediado de carroña social, de piernas colgando, de cabezas descolgadas, de cerebros sin usar. El de mi derecha, que había enterrado su vida y la de su mujer, generaba jolgorio gracias a que debía atender cuatro bocas: las de sus cuatro vástagos, más madera para la máquina del mundo, que antes de hacerse hombres hay que darles de comer y permitirles que se expresen porque sí. Luego estaban unos japoneses, delante, ofuscados porque los de su fila anterior habían echado sus asientos hacia atrás. Lo de siempre: moléstate por lo que hagan los demás cuando tú querrías hacer lo mismo.
Pero Melannie transitaba como un tractor para el resto y como una amapola para mí, con sus piernas de roca firme y su olor, qué olor, que como el humo que esparce un autobús de línea se me quedaba atrapado en mis fosas nasales. Me hacía el dormido o me quedaba traspuesto y siempre mi nariz palpaba aquel milagro, que aunque proviniera de un tarro de perfume, no dejaba de avisarme del casamiento real entre una marca de colonia y su piel, ardiente; un experimento digno de ser abordado fuera de aquella aeronave que apestaba a humano y a bandejas de comida recalentada. Y en ese instante me regaló una frase.
-¿Pollo o pasta?
-Ternera.
-¿Cómo?
-Era broma. Pollo… poco hecho.
-Eres muy bromista, ¿no?
-Qué va. Sólo reacciono a tus muslos. ¿Sabes que me has rozado doce veces desde que hace un par de horas comenzó este vuelo?
Luego llegó el imbécil de turno; el que le precedía: un enano uniformado con edades cercanas a la jubilación, que haciéndose pasar por moderno me exigió una bebida. Craso error.
-Primero una Sapporo; y a la vez una copa de vino tinto. Además, y para amortiguar, un vaso de agua.
Suele pasar. La gente se apiada de los jorobados pero nunca de los alcohólicos, a no ser que sufran de chepa. Y por ello yo tuve que aguantar su falta de regla, su rigidez mental, su soberbia mileurista, su constante embriaguez mental.
-Sólo puede pedir una consumición alcohólica.
-¿Por qué? Justamente soy alcohólico.
-Esto no es una barra libre.
-Pero tú sí pareces un mediocre.
Casi nos acaban separando. Porque Melannie no apareció hasta que el puto padre bastardo de mi lado izquierdo se levantó en defensa de sus hijos. Que así son los americanos: “Si no cesáis os denuncio”. A diez mil metros de altura. El niño gordo, seguramente el de mayor edad, aunque nunca se puede llegar a saber por la complejidad de la alimentación que reciben, me señaló con el dedo índice. Un dedo índice posiblemente repleto de mocos hurgados con esa desgana que demuestran los que se arriman una falange sin saber siquiera lo que desean sacarse. Luego llegó Melannie Thomas, que seguía oliendo a gloria.
-¿Qué desea?
-A usted.
-Perdone, esta familia ha presentado una reclamación.
-¿Por?
Luego retrasé mi ataque. Hasta que Melannie volvió a su cubículo y cuando ese padre paria cayó en un sueño profundo, probablemente el mismo que le mantiene erguido ante un drama de inequívoca solución: buscarse un abogado, un psiquiatra o unas vacaciones de solanas.
-Sabes a güisqui.
-Y tú a vino.
-No lo decía para atacarte, sino para halagarte.
-Y yo.
-En tu uniforme dice Melannie.
-En el tuyo no dice nada.
-Porque no es un uniforme. Me llamo Rodrigo.
-¿Para qué vas a Atlanta?
-Busco la fórmula de la Coca Cola.
-Y yo. Por la estratosfera.
-¿Puedo preguntarte algo?
-¿El qué?
-Son dos preguntas.
-Tira.
-¿Cuántos años tienes?
-51. La segunda.
-¿Me puedes dar más vino tinto? El idiota de tu compañero, el enano, no me hace caso cuando le pido para beber.
-Aquí tienes.
Luego la morreé a degüello. A tornillo. Casi le parto la nuca. La abrace como sólo se abraza a no sé cuántos miles de pies de altura a una cincuentona que olía a milagro. Sus pómulos, con importantes cantidades de lunares, sabían a sal marina; y su cuello, de envergadura poética, con una vena saliente y una piel de cerámica, fue chupeteado por mi lengua de trapo; que de tanto beber vino y cerveza, respirando lo que echaban por las bocas cuatrocientos pasajeros, soñé que era infectado de gripe aviar.
Desde el beso, Melannie pasaba junto a mí flotando. Levitaba. Había crecido como mujer. Se sentía realizada. Y, cómo no, seguía rozándome con sus piernas, que como mensajes en el buzón de voz me mantenían despierto, al acecho. Y al ver como todos dormían volví a la cola del avión con las ganas exactas de asaltarla.
-Me encanta besarte.
-No sé por qué hago esto.
-Déjate llevar. La monotonía está para saltársela.
-Seguramente… pero que no me vea nadie, por favor.
-No te preocupes. Aunque antes de que aterricemos y no te vuelva a ver necesito dos cosas. La primera: tu apellido.
-Thomas.
-Es que me encantan los apellidos, con mucha más personalidad que los nombres. Y la segunda: ¿pasarías al baño conmigo?
-Ni por tres millones de dólares. ¿Es que quieres que me echen?
-Yo sólo quiero poseerte. Acabar lo comenzado. Ver como te estalla esa preciosa vena que se te sale del cuello.
-Te doy más vino y te vas, por favor.
-Me encantas.
A la hora aterrizamos, comenzando a salir la horda de gentuza hasta que me volví a encarar con ella.
-Te quiero.
Creo que tembló. Y su vena del cuello latiendo a toda velocidad. El enano me miró extrañado. Y en ese mismo instante uno de los niños de la familia paria estadounidense, por correr más de la cuenta, se caía de boca y se partía la barbilla contra el suelo. La sangre manaba y sus progenitores ayudaban a que todo aquello tuviera peligro de inundaciones con unas lágrimas tan penosas como violentas. Nunca más volveré a ver a Melannie Thomas. Aunque debo reconocer que llegué quererla. Un poco, al menos.
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