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MOCHALES

Un paseo por las nubes

 

Phnom Penh, diez de la noche. El baño del Zeppelin apesta. Hasta allí he llegado con Michelle, una becaria francesa que debe perder seis meses de su vida leyendo estúpidos correos en la embajada de su país para así poder justificar la carrera que acaba de terminar en Paris. Michelle tiene veinticuatro años y una pureza que corrompe, que cuando es bien manoseada vuelca un flujo apetitoso que la edad lo transformará en insufrible. Habla un inglés penoso por ese patetismo francés de aún creer que su lengua es primordial y gasta un vicio directamente proporcional a sus ganas de comerse la vida. “Fóllame en el baño”, me dijo mientras tiraba de mi brazo izquierdo, próximo al infarto.

 

El acento francés es al sexo lo que la lengua jemer a la abstinencia. Que es sólo oír una palabra en francés, que por no saber su significado podría ser hasta ‘asesino’, y marchar corriendo a un lugar recóndito donde dar rienda suelta a mis vicios interiores, ayudado por el eco de un vocablo que pasa a la historia en el mismo momento que mi cuerpo se retuerce, sudado y sentado en una taza de váter cualquiera, como la del Zeppelin, donde posé a cuatro patas a una Michelle que para ayudar al orgasmo rápido gemía en francés. Un día le pedí que me cantara La Marsellesa y lo hizo. Estuve votando tanto sobre ella que creí ver en mí a uno de esos personajes anónimos que lucharon por la libertad de un país que hoy debería salirse de tantos encorsetamientos para matar a una democracia díscola que da demasiados derechos a los que andan torcidos.

 

Me corrí dentro porque aún toma la pastilla, ya que la relación con su novio, que la llama cada noche por Skype, se mantiene en un bochorno que un día volcará su tormenta sobre ambos, por muy lejos que anden el uno del otro. “¿Qué piensas de la fidelidad”, le pregunté; “Calla y vístete”, me dijo, mientras se subía sus diminutas bragas, blancas y casi transparentes.

 

Phnom Penh, once y media de la noche. Walkabout es un bar de Phnom Penh donde se acumulan despojos de meretrices y turistas maltratados por la vida. Michelle y yo fuimos allí a continuar nuestro paseo por las nubes, desovando nuevamente en un baño que éste sí, contenía una importante particularidad: su puerta era ventilada por aperturas en sus partes alta y baja, lo que ayudó a que el concierto de gemidos y empujones sonará a cierta distancia del lugar de los hechos. Al salir, dos putas se maquillaban lo que les quedaba de rostro transformable, cuando un golpe de olor sexual nos acompañó en la salida. Ambas rieron y Michelle se posó en medio de ellas para colocarse una melena que parecía una peluca desconcertante. No nos aplaudieron pero casi. Al volver a la barra las cervezas ya estaban calientes, aunque bastante menos que nosotros.

 

Phnom Penh, una de la madrugada. Red Apron es un bar de vinos de exquisita presencia que juega con el dinero de los expatriados que ejercen su derecho a sentirse dueños del mundo acumulando en sus hígados botellas que en sus lugares de origen serían de imposible consumición. Parias trajeados, putas que aún no saben que lo son, camareras impecables, y una pareja más que resultó que acabaron follando en el baño, por tercera vez en una noche de cerveza y vinos donde el Cialis ayudó a que la gesta fuera consumada.

 

-Tus erecciones son cada vez más grandes.

 

-Me he tomado media de Cialis.

 

-¿En serio? Eso es hacer trampa.

 

-¿Trampa? Trampa sería llevarte a tres baños y no poder follarte u ocultar lo que te estoy confesando. Y además, ¿tú querías follar, no?

 

-Sí, llevas razón. Yo también voy dopada con la pastilla anticonceptiva.

 

-Menos mal. Porque ya van tres.

 

-¿Podrías una cuarta?

 

-Creo que sí. Pero ya no quedan bares. O casi.

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