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MOCHALES

¡Eh, Heriberta!

Conocí a Heriberta cuando la noche huele a vómitos y los taxis te llevan sin problemas de tráfico. Serían las cinco de la mañana de un vetusto bar shangahinés, con cocainómanos y becarios a partes iguales, o sea, con becarios farloperos y tipas como Heriberta, una argentina coñazo, que no por su imposibilidad de cesar su conversa me resultó menos atractiva. Aunque un dato no debe quedarse en el aire: pesaba, al menos, lo mismo que yo (96), con la salvedad de que no llegaba al taburete de la barra. Incluso la ayudé a ascender a él, topándome con unos muslos cuasi deformes.

 

-Ché, no me toqués.

 

-Sólo te ayudaba. Te he visto como con problemas.

 

-Yo sé como subir a la silla. Te aclaro que soy así desde que tengo consciencia.

 

-Pues perdona.

 

-Aunque en el fondo me encanta que me toquen.

 

Comprendí a la media hora de dónde provenía su obesidad mórbida, ya que a la séptima jarra de cerveza comencé a cansarme de tanta ayuda de sube y baja de aquel taburete convertido en atracción de feria. “Es que no paro de mearme, hermoso”, me dijo, mientras enfilaba un baño que ya debía apestar a su orina cervecera.

 

-¿No tenés casa? –me preguntó sin vergüenza alguna.

 

-Claro. En Budapest. –intentando salvaguardar mi honor.

 

-Y por aquí cerca, ¿nada?

 

-No… Estoy de viaje de negocios. Ya te dije antes: busco socios para montar una empresa de flanes.

 

-Ya. Me comentaste lo de tu laburo. Pero yo quiero dormir contigo.

 

-No sé. A lo mejor mañana.

 

-No dejés para mañana lo que podés hacer hoy.

 

-¿Lo dices por tu ingesta de cervezas?

 

-¿Me llamás borracha? ¡Ordinario!

 

Estuve a punto de dejarla encima del taburete. Que con su pesaje y su melopea tendrían que haber llamado a los bomberos para arrancarla de allí. Que a Heriberta, salvo yo y mis antebrazos, no había ni quién pudiera tocarla, ni mucho menos bajarla.

 

En el taxi, ya camino de su casa, noté cierta inclinación del coche hacia la izquierda. Por lo que me puse a pensar cómo iba a sacarla de su asiento convertido en culo de saco. Porque los caballeros deben siempre dejar pasar a las damas primero salvo si éstas rozan el récord del año de sobrepeso. Tuve que pagar la carrera; y mientras recogía las vueltas tirar de su brazo, lo más parecido a una farola de plastilina.

 

-¡Tirá! ¡Tirá! Que parecés débil.

 

-Estoy con la otra mano cogiendo el cambio, joder.

 

-Ché gallego, ¿qué pasa, que te cogés las monedas? Sos bravo, eh.

 

Intenté clausurar la cita, tras el chiste empalagoso, pensándome lo de salir corriendo en cualquier dirección, dejando a mi vaca morsa incrustada en un asiento del que no había manera de ayudarla a salir. Pero desistí, sopesando que la escasa humanidad que llevo dentro alguna vez había que gastarla.

 

-Oye, ¿y en qué planta vives? –pregunté angustiado.

 

-En la quinta. –me contestó, como si me hubieran disparado en la sien.

 

-Ya… pero no hay ascensor.

 

-Igualito que ayer.

 

Me enfadé. Más que nada porque cual novio imbécil, tuve que volver a cederle el paso, para con, de nuevo, mis cansados antebrazos, hacer de grúa, empujando su nada humilde trasero hacia una quinta planta que pareció la subida del Tour al Tourmalet. Sentí que sudaba como un asesino en una rueda de reconocimiento. Y no se apiadó de mí. Aunque mientras intentaba controlar un infarto por sobre esfuerzo, meditaba en cómo Heriberta habría podido subir esa noche sin mi ayuda. Y lo peor: cada noche anterior y cada día de su vida. Llegué a asumir que vivía postrada en la cama, comiéndose el yeso de las paredes; y que un día cualquiera, salía en busca de presas como yo, que ya era parte de sus redes sin que hubiera llegado a imaginármelo.

 

El apartamento se tornó en zulo nada más abrir la puerta: olía a pescado embalsamado a sesenta grados, las baldosas eran desiguales –y no en sus colores, sino en sus alturas-, y la cocina, cerrada a cal y canto, mostraba a través de su ventana una especie de mesa de trabajo repleta de latas vacías, sobres de sopa arrugados, cuchillos sucios, huesos de no sé dónde y platos manchados desde tiempos inmemoriales. Aparte de obesidad, estaba claro que Heriberta sufría el Síndrome de Diógenes.

 

-¿Querés follar?

 

-Primero hablamos, ¿vale?

 

-Ya hemos hablado bastante en el bar.

 

-Bueno, pues mirémonos a los ojos.

 

¿Vos sos trolo?

 

-¿Qué es trolo?

 

-Maricón.

 

-Bueno… no te lo quise decir antes… pero a mí me gustan los muchachos.

 

-Bueno, da igual. Hace un lustro que no cojo. Dejáme chupártela.

 

-Espera… es que no me la he lavado.

 

-Mejor. Aparte de viciosa soy guarra.

 

-¡Eh, Heriberta!

 

Y así acabó la historia: conmigo tumbado sobre una cama tan lejana de la Humanidad mientras Heriberta se concentraba en los anexos del falo. No me llegué ni a correr. Que su extraña felación parecía la de un gatito que te lame sólo por limpiarte. Luego se quedó dormida. Y bien que roncaba, la muy guarra. Pero antes de marcharme me atreví a entrar en su cocina, descubriendo que aparte de lo que mostraba la ventana, también guardaba bolsas de plástico por cantidades imposibles de justificar. La despensa sólo disponía de sopas de sobre y latas de atún. Del malo, por supuesto.

 

Nunca más vi a Heriberta. Pero me quedó el recuerdo de llegar a casa y no tenerme que duchar. Me brillaban las ingles, hecho inaudito.

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