Oda a una masajista ciega
Sin dorsal. Tratada como un ser humano. Con un ojo en blanco y el otro casi. Reptando por el camastro hasta llegar a mi cuerpo. Tanteando con caricias hasta reconocer por dónde palpaba. Hasta parecía el aceite ser placentero; aunque la ducha posterior me hizo sentirme más limpio.
Una ciega tocaba mi cuerpo acelerando mis pulsaciones. Una ciega profesional de impresionantes piernas de lateral derecho de segunda b. Su mirada al limbo engañaba; sus manos sabihondas me hacían saltar del colchón, colocándome como un puente esperando a que sus dedos hicieran de vehículos. Y bien que lo cruzó por debajo. Al menos una docena de veces.
Pensé que estaba perdiendo el juicio; o que estaba cerca de padecer uno: denunciado por exigir a una masajista ciega, a cambio de dinero, una buena gayola que sincronizaría nuestro intereses. Tuve instantes de sentirme sucio. Pero ella no colaboró con el supuesto delito, trepando una y otra vez sobre mi culo convertido en su silla de montar, desde donde dirigía el cotarro que amenazaba con hacerme dar la vuelta y poseerla.
Y me di la vuelta. Pero por orden de ella. Sintiendo que sus necesidades eran las mismas que las mías. No hubo oferta. Siquiera sugerencia. Que allí se agarró ella, como el pastelero cuando monta la nata de la tarta más trabajada. No había puertas. Sólo minúsculas cortinas que se movían con el viento. Una compañera suya masajeaba a escasos diez metros a otro cliente. Fuera se escuchaba el trinar de los pájaros y los niños jugueteando en la piscina. Prometí no gemir.
Tuve que ayudarla a terminar, ya que no parecía tener experiencia, dato éste que me expuso aún más a las puertas de la locura. Lo hizo sin aceite, por cierto, como las que me han hecho mis novias o las que yo me autogestiono. Que en un momento fastuoso de creatividad, llevado por el delirio de ver a mi masajista ciega dándole al manubrio, le hice gestos ostensibles de que ya que no estaba inundada de aceites químicos podía llevarse el juguetito a la boca. Sonrió y desistió. Y bien que estuvo, que si llega a paladearla sí que no hubiera podido dejar de emitir algún tipo de sonido de evidente procedencia sexual.
Tras ducharme no sabía si debía darle una propina y si lo hacía, cómo podría entregársela sin meterla en un problema. Su compañera yacía allí, como esperando ver mi pago, cuando ni corto ni perezoso decidí abonar el masaje e incluir cinco dólares en su otra mano. “Gracias. Esta propina es para ti”, le dije, mientras la otra intentaba comprender qué tipo de trabajo bien realizado en Camboya conlleva semejante extra.
Y salí con la cabeza bien alta, recordando su no mirada, sus manos como pisotones de gacela, su pureza en cada extremidad –las cuatro-, y su decisión propia de haber masturbado a un cliente sin negociación previa en un lugar donde no se realizan ese tipo de ejercicios. Y además sin privacidad.
Al llegar a casa me miré al espejo descubriendo que el mundo, precisamente, no me está ayudando a controlar mi enfermedad. Volveré. Lo aseguro.
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