After sobaca mora
El Q-House es un restaurante uigur que de noche se transforma en un cementerio de elefantes. Elefantes de la vieja Europa, entumecidos por sus narices anestesiadas de falsa cocaína; elefantes chinos, de esos que sólo brindan y gritan cuando ni siquiera desean llamar la atención; y elefantes uigures, auténticos bandidos desolados porque en su propia tierra han pasado a un segundo plano, si no a un tercero.
Y por eso viajan por China, debiendo solicitar permisos especiales porque ni un solo ‘han’ se fía ni se fiará nunca de ellos. Suelen montar restaurantes de cocina uigur, donde los pinchos de cordero son fastuosos, y su cerveza –la Sinkiang- que sin ser el no va más, supera a la desasosegante Tsingtao, el culmen cervecero de un país que se ahoga por sus pésimos productos.
Hace unos días el Q-House estaba dominado por un fuerte hedor a axila. Serían las tres de la mañana y yo ajustándome a su barra. Era tan penetrante que creí que mi sobaco había perdido el juicio. Me acerqué las fosas nasales a ambos contenedores que finalmente no eran los culpables de tremebundo drama. Nadie decía nada, por lo que llegué a imaginarme que mi olfato había quedado atrofiado de tanta polución. Pero luego deshice el entuerto.
Porque a mi lado, y mientras bebía una Carlsberg de grifo, un uigur de Kashgar, la más bella ciudad china que seguramente sea tan bella porque realmente no es china, nos ofrecía a borbotones todo lo que su axila podía llegar a proyectarnos. Acompañado de dos damas, ambas paisanas, descubrí que el compañerismo queda exento de la crítica y probablemente de la alabanza; porque aquellas bellas uigures no emitían queja alguna mientras jugaban al billar con un cabrero que parecía sancionado de por vida a no poder ducharse ni cambiarse de ropa.
Cada uno debe elegir qué concepto de limpieza desea para sí mismo. Pero si uno decide apestar a cuadra en día veraniego de carreras ecuestres éste debería quedarse en su santa casa, arrojándose a nadie más que a sí mismo su acumulación de hedores varios.
Luego bebieron chupitos, culminando la atmosfera irrespirable cuando se despojó de su chaqueta y vino a abrazarme. Suele pasar: le cuentas a un ser humano lo mucho que te gusta su tierra, y en especial Kashgar, y le entra esa morriña cateta-adoctrinada que le obliga a devolverte los halagos de la peor manera posible. Porque los que aman el lugar donde nacieron, los cuales nunca eligieron, no son más que los mayores peligros de la historia de la Humanidad. Que luego son hasta capaces de empuñar un arma para salir a batirse el cobre con unos enemigos que en demasiados casos se apellidan como ellos, además de ser sus mismos vecinos.
Lo aparté con la decencia del que no quiere rechazar a nadie por su alarmante mal olor. Pero cuando tuve que beber chupitos conté hasta quince prometiéndome que al llegar al citado número saldría corriendo haciendo pasar por un infartado. Luego le pagué a la camarera lesbiana –iba vestida de hombre y trataba de oscurecer su voz- dándole el relevo en la barra que ya me echaba de menos a un par de anglosajones que en ese momento no sabían si entrar al baño a seguir empolvándose la nariz o dar, al menos, un pequeño sorbo a un par de cervezas de grifo que habían solicitado con la mandíbula fuera de órbita.
“¿No te quedas?”, me dijo el uigur; “Es que trabajo temprano”, le contesté, creo ya desde el mismo taxi. Luego me duché como si tuviese que follar. Mis ropas olían a sobaca mora. Y volví a rastrear mi alerón, que ya mostraba orgulloso los cánticos agradables de mi desodorante favorito: un Rexona de mujer que me evita enrojecerme por esos que fabrican para hombres cuando yo no soy minero. Apestan.
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