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MOCHALES

Comerle el coño, pagar seiscientos

Sacaba dinero del cajero, como aquel que no quiere la cosa –eran las seis de la mañana y apestaba a Yamazaki 12 años- cuando se me apareció un ángel de prostíbulo. “Quiero lo mejor para mí”, me dije; pero antes de rescatar la tarjeta ya se me había aproximado, con esa inteligencia que gastan las que no beben y rastrean el dinero junto a bancos cerrados a cal y canto; apestaba a progreso.

 

-¿Vas a casa? –me preguntó.

 

-Y tú a la mía. –le avancé.

 

De pronto le apresé la mano, que aún marcaba sus callos de jugar a juegos como el Tente, cuando le indiqué el camino.

 

-Por allí.

 

-Seguro.

 

Porque las chinas, y además cuando son menores, calcan la senda de un caballero siempre y cuando éste haya reventado su tarjeta a sus ojos, los ojos de la pureza manchada de billetes.

 

-¿Y cuántos tienes? –quería sacarme la duda.

 

-¿Y tú cuánto tienes? –contestona.

 

-Once años. –para amortiguar.

 

-Me refiero al dinero. –lo de siempre.

 

-Menos que tú años tienes.

 

-Pues yo tengo diecisiete.

 

-Pues tú eres menor.

 

-Y tú mayor.

 

-¿Y tú me quieres seguir a casa?

 

-Sin duda.

 

-Pero dices que eres menor.

 

-Y tú mayor.

 

Como la conversación no se aclaraba, aunque su calzón transparente sí lo hacía ante mis movimientos de muñeca, la secuestré a sabiendas de que ella, en un brusco movimiento estudiantil-vicioso, se había abrazado a mi vida: la de un perdido que busca en su tarjeta de débito lo que mañana mismo le hará lamentarse, aunque llegara a recibir un documento de cobro de un tío suyo en Nigeria.

 

-Lo tienes depilado.

 

-¿Es una pregunta?

 

-No, es una visión.

 

-Pues sí, ya lo ves.

 

-¿Puedo palpar?

 

-¿Con las manos?

 

-Con la boca. Es que en estos momentos me siento más que manco.

 

-Serán cien más.

 

-Lo que sea.

 

A sumar a los quinientos iniciales. Porque la muy puta se sabía al dedillo lo que son las tarifas, mientras yo pensaba que aquella imagen que se me apareció en el cajero no era más que la de una virgen que se acercaba a mis tobillos para contarme su dilema. Cuando calibré sus pechos –me encanta calibrar por lo que voy a pagar- asentí con la cabeza: “Lo que digas, muchacha”.

 

En casa fue aún peor. Porque el Yamazaki, como los tripis de Hofmann, suben a posteriori, cuando la presa es ineficaz, cuando la erección es tremebunda, cuando el portero te saluda con la mano al pasar aunque desee matarte.

 

-¿Y esa braga?

 

-¿Cuál?

 

-¿La de tu madre?

 

-¿Qué?

 

-Joder… ¡La que me muestras! Se te ve el plumero.

 

-¿Te refieres al coño?

 

-Sí. Está depilado.

 

-Como siempre.

 

-Pero yo nunca lo había visto.

 

-Pero te lo debiste imaginar.

 

-¿Gastas mucho en cuchillas?

 

-Lo justo y necesario.

 

-¿Y qué estudias?

 

-Administración de empresas.

 

-¿Y qué tal?

 

-Gano más follando.

 

-Yo nunca estudié, ¿sabes? Por eso siempre voy perdiendo dinero.

 

-¿Te has ido muchas veces de putas?

 

-Más de quinientas veces.

 

-Mentira.

 

-A lo mejor seiscientas.

 

-¿Y qué se siente?

 

-Un placer desmesurado. El placer de poder follar cuando quiera, cuando lo necesite.

 

-¿Te preocupa que tenga diecisiete?

 

-No, que va. Sobre todo porque en algo has mentido.

 

-Sí, ¿en qué?

 

-En que no existen universitarias menores.

 

-Aunque sí existen universitarias putas.

 

-En eso no pongo la mano en el fuego.

 

Luego la besé. A tornillo. A dos carrillos. Y besaba como los ángeles. El acto fue lo de menos. Salvo por una incidencia que me hizo descabalgar: lo hice sin protección; o sea, como debería ser siempre.

 

-¿Estás limpio? –me dijo, mientras en cuclillas se lavaba esa zona que tanto llama la atención a los hombres y a las lesbianas.

 

-Y si no lo estaba tu pureza habrá arrasado con todas mis impurezas.

 

-Dame tu teléfono.

 

-¿Por qué? ¿Acaso quieres salir conmigo?

 

-Es para recordarte, si algún día llego a enfermar, que no estabas limpio.

 

-Llámame para lo que desees. Incluso para acompañarte al hospital. Me lo merezco.

 

-Me voy a clase.

 

-¿Te has tirado al profesor?

 

-Gratis.

 

-Yo quiero ser maestro.

 

-Y yo quisiera tener memoria, para no tener que abrirme de piernas cada vez que tengo un examen. Es que soy muy mala estudiante.

 

-¿Por qué me dijiste que tenías diecisiete?

 

-Porque el vicio reside en el delito. Realmente tengo veinte.

 

-¡No me lo digas! ¡No me lo digas!

 

-Lo sabía.

 

-Y vete a clase.

 

-Págame antes.

 

-¿Y cuánto es?

 

-Quinientos por follar y cien más por haberte bajado aquí abajo.

 

-Llámame cuando quieras. Estoy dispuestos a invertir en ti.

 

-Gracias. Lo haré.

 

Y luego se fue. Desde la ventana de casa se volvió a acercar al cajero. O eso me pareció, porque al instante se montó en uno de esos autobuses atestados de perdedores en donde la pureza se hace ordinaria y ya sólo quedan los recuerdos. Dormí abrazado a mi toalla. La que había utilizado para secarse. Soñé que era mía. Hasta que desperté. 

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