Masturbarse a las doce de la mañana (y sin haber dormido)
Un espléndido amigo mío, con un humor que ya querrían para sí los que cobran por hacernos reír, me hizo volverme a casa con un griterío ensordecedor creado por mí, el cual esparcía por las calles sin miedo a ser detenido. Porque reírse a carcajadas es un alegría para el cuerpo que supera, con creces, al pajearse. Serían las nueve de la mañana. Y debía presentarme en el trabajo a eso de las once. Y aún estaba en su casa puliendo la bolsa de farlopa, como buscando un doble fondo.
-Joder, otra vez me voy a trabajar sin dormir. –le dije, como Nosferatu: encogido de brazos.
-Joder, y yo otra vez que me voy a dormir sin trabajar –me contestó, con la pureza del que sabe lo que dice sin necesidad de tener que pensarlo.
Ayer llegué a casa a eso de las once y media de la mañana. He perdido el compás del sueño y por ende del horario, habiendo transformado mis hábitos en los del guarda de seguridad nocturno. Y tras olisquear la prensa por internet, y absolutamente borracho, o sea, vicioso, recordé que existen páginas de esas que te ayudan a aliviarte. Empecé con una de niponas vestidas de colegialas. Y la verdad, algunas parecían recién entradas al instituto. Como no terminaba de concentrarme, me detuve en una de negros con pistola talla XXL que horadan sin compasión a menudas señoritas. Como seguía obcecado con crecer, pinché en un anuncio que a la izquierda de la pantalla mostraba a una preñada haciendo el acto. Aquí perdí el paso, debo reconocerlo, asustado por la posibilidad de que rompiera aguas y manchara el papel higiénico que ya había colocado sobre el suelo. Luego dos travelos dándose por el culo –ambos con pechos- para finalizar de perder comba con una que aseaba las ingles a su perro a lengüetazos. Terminé acostándome, empapado en sudor: mi antebrazo izquierdo, igualito al de Rafa Nadal cada vez que gana su Roland Garros de turno, tardó media hora más en coger el sueño. Cosas del esfuerzo extra.
Qué tiempos aquellos en los que sólo la imaginación te llevaba por el camino correcto para la paja diaria. Que si la vecina, que si la compañera de trabajo, que si la amiga de la novia, que si la pescadera del puesto 67… y nunca la novia, que ya bastante tenía con tenérmela que follar de vez en cuando.
Qué tiempos aquellos en los que las revistas porno daban lo que daban. O sea, que si no te ponía aquello debías dedicarte a otra cosa. Una vez llegué a memorizar tanto a una morena –cayeron, al menos, quince manubrios en poco más de una semana- que un día paseando por la calle creí verla. Tras este hecho, salí corriendo a casa para volver a hacerlo con el recuerdo de su visión. Al final tuve que recurrir al papel cuché ya que tardaba más de la cuenta. Además, su imagen empezó a mutar a la de Lina Morgan. “Los porros y la puta tele, ¡joder!”, me insinué al oído.
Lo que quería decir es que sólo hay una cosa peor que ponerte a hacer una paja y no eyacular: acostarse con una y que no se te levante. Ya de buena mañana –serían las siete de la tarde- conseguí vaciar la huevera. Creo que pensé en una camarera lesbiana. Cosas de la imaginación.
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