Sonia
Tenía Sonia tanto pelo en su pubis que temí que en vez de tatuarse mi nombre se lo escribiera pasándose el cortacésped. Un bosque, sin más, que era mucho más dañino teniendo en cuenta que, aparte de ahí, no había más pelo que el que salía de su cráneo. Que tampoco era tanto. Porque si las chinas se ducharan todos los días de su vida serían un 30% más calvas.
Un día me agarró de la cabeza incrustándomela en aquella especie de zarzal, cuando eché el freno de mano al llegar al muslo izquierdo, demasiado sabroso para estar tan cerca de aquel desaprensivo Amazonas. Pero uno sabe que no puede negar tres veces a una mujer un sueño; y más si esa mujer se cree tu pareja o tú se lo has hecho creer, por eso de poder follar a veces y dormir caliente. Pekín, en aquel invierno de 2006, era la mayor congeladora que yo jamás había transitado. Y recuerdo la de aquel barco, en donde había que entrar bien abrigado a buscar aquellas hurtas pescadas a anzuelo en un pasado patrio cercano mil veces más auténtico que el actual, donde en las partes traseras de las pescaderías de barrio se acumulan unas cajas sospechosas que indican las procedencias de unos peces a los que se hace pasar frescos: Marruecos, Argentina, Mauritania, Namibia…
Pero a lo que iba. Que al final tuve que atravesar aquella maleza desprovisto de cuchillo selvático o tijeras podadoras. A pelo. Y nunca mejor dicho. La nariz fue lo primero que se sumergió en esa especie de lecho marino. Luego certifiqué que la peluca no arañaba aunque sí era realmente frondosa. Intentaba hacer hueco con la tocha, como haciendo eses, escarbando, buscando un halo de esperanza para introducir mi lengua, cuando decidí darlo todo sin más premio que su felicidad. Y lo juro: las chinas dispones de un pelo, en general, suave, que se cae con relativa facilidad. Y mi boca, sin quererlo, se transformó en el cubito desechable de la aspiradora que pasamos por casa. No me ahogué, lo juro. Aunque luché para que la ingesta no fuera tan grande, ya que eran las siete de la tarde y yo aún seguía soñando con cenarme algo. Luego se levantó y se fue corriendo a la ducha. ¿Habría perdido un diente en semejante excursión? ¿Pensaría que podía estar ahogándome? Nada de eso. Simplemente se había cansado de verme allí abajo. Y se duchó. Sin dejarme siquiera acercar mi miembro. Raras son las chinas. Y que se sepa: aquello sabía a té verde. O a nada. Que si algo desprenden las chinas por esa zona del cuerpo es pureza, manantial.
La relación duró poco. Creo que ni tres semanas. Con, a lo sumo, cinco citas; y las tres primeras de cortejo. Que si llego a saber que semejante selva iba a ocultar su vulva me lo hubiera pensado antes.
El último día le hablé de depilar aquello. Me miró asustada. “Estoy muy orgullosa de mi pelo”, me dijo. Luego todo se diluyó. Aunque he de reconocer que no fue por mis incitaciones a manipular vulvas como bolas de billar. Es que acababa de aterrizar en una ciudad (Pekín) donde sus habitantes se cuentan por decenas de millones (veinte) y que cuando llega el invierno su termómetro también baja más de lo que un humano normal puede llegar a soportar antes de volverse loco (otros veinte, esta vez bajo cero). Y todo era muy complejo. Incomprensible.
Cogí mi abrigo, me apreté hasta el último botón, me até la bufanda la cuello, metiéndome su nudo en la boca, me calcé el gorro, y salí a comerme un arroz salteado en mi tailandés favorito. Luego recordé aquel pubis melenudo y no me terminé el plato. Le envié un mensaje de buenas noches. No contestó.
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