Una puta en la cocina
Escuché algo extraño que me hizo despertarme. Eran las ocho de la mañana y la luz ya molestaba a mis ojos. ¿Y aquel sonido? Conté hasta tres porque los que duermen suelen andar fuera de juego cuando despiertan. Pero volví a escucharlo. Y sonaba demasiado cerca. La guardería que evita pronunciarse a los padres trabajadores sobre la educación de sus hijos también daba su guerra, con el himno chino a todo volumen y esos cánticos menores que siempre me hacen gracia. Pero esta vez el sonido estridente de platos y vasos y un grifo abierto me hicieron posar mis dos piernas sobre un suelo frío y sucio. No tenía calcetines, hecho extraño.
Cada vez que me más acercaba a la cocina más cercano sonaba aquella fregada de platos. Me agarré la parte izquierda de mi torso, previniendo un ataque al corazón, cuando divisé a una señora desnuda. Completamente. Fregaba a destajo y a su vez secaba los platos con un arte poco conocido: mis calzoncillos hacían de paño y yo en pelotas. Entonces recordé algo.
-¿Ya te levantas? No sabes la noche que me has dado. Roncas como enfadado. Y he cogido esto –señalando los calzoncillos- porque no encontré trapo alguno.
Era mi puta de hacía cuatro horas. A la que ni pude follarme por mi extrema adicción al alcohol. Fueron segundos de duda, como creyendo que una sección violenta de la mafia china había allanado mi hogar. Pero no. Era mi puta. Mi clásica puta de la que nunca me acuerdo cuando me levanto salvo cuando cuento los condones o meo, y al olisquearme la mano descubro que ese olor a látex no puede ser natural. Luego defequé. Como cada mañana.
-¿Te pagué ayer?
-No.
-Deja que mire la cartera.
-Yo nunca miento.
-Pues es verdad. Siguen aquí los 300 yuanes que saqué del cajero. No sólo no mientes, sino que tampoco robas.
-Y tú no follas. Me estuviste comiendo el coño hasta que te quedaste dormido.
-Suelo ser comilón.
-Luego te recoloqué en la cama.
-¿A qué hora fue?
-A eso de las cuatro. Me recogiste en la calle desde un taxi con la ventanilla bajada. Bebías una lata de medio litro de Asahi.
-Siempre igual… ¿Cómo te llamas?, por cierto.
-Andrómeda.
-No jodas.
-Yo me llamo como me da la gana.
-Yo me llamo Rodrigo.
-Ya… me lo dijiste ayer siete veces, para que repitiera tu nombre, a sabiendas de que a los chinos nos es imposible pronunciar la erre.
-¿Me corrí?
-Que va. Te repito que te quedaste dormido. Dabas pena. ¡Y cómo roncabas!
-¿Por qué fregabas?
-Porque no quiero marcharme sin cobrar, y a lo mejor, sin follar.
-¿Me has robado?
-Imposible. Aún no me he marchado.
Y mientras volvía a comerle el coño descubrí que mi lavavajillas japonés deja sólo un súbito aroma en las manos de las que lo utilizan. Porque mientras succionaba su flujo ella me mesaba la calva, llegando hasta las cercanías de mi nariz. Así son las señoras que te humillan en tus defectos más pavorosos: yo halagándola en su arroyo de alegría, y ella tropezando con mi desierto de pelos.
Luego pagué la cantidad estipulada. Al marcharse, revisé que no me faltara nada, descubriendo que hasta mi olla que contenía pisto de hacía días brillaba reluciente en el secaplatos. Y el pisto en el frigorífico: tapadito y armónico. Como tiene que ser. Luego soñé que me la follaba, en una masturbación memorable. Porque los viciosos somos así: dos horas de lametones y ni un solo minuto de penetración. Y ahora me masturbo. Al menos es gratis.
Me volví a despertar a las tres horas. Mis pies seguían descalzos. Aunque en la cocina no sonaba nada. Sentí añoranza de Andrómeda. La amé, creo.
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