Mi Mingong y yo
Mingong: esforzado chino de provincias remotas que acude a las grandes urbes a partirse la espalda por un sueldo paria. Suelen ir vestidos con pantalón de pinza sin planchar, camisa negra y chaqueta de falso cuero, y zapatos castellanos; sobre toda esta indumentaria, una importante capa de cemento o mierda. Sus dentaduras son teclados de piano. Y el mondadientes constante su instrumento. Fuman colillas. O es que cuando se encienden los cigarrillos yo nunca me los encuentro.
Termino de cocinar unas riquísimas albóndigas que servirán de almuerzo para mi querido Mingong. Porque sí, desde hace un mes salgo con uno de ellos, natural de la provincia de Gansu, de porte cordial, sonrisa entrañable, y prominente pelo aceitoso. Él vive en el andamio, levantando rascacielos copiados los unos de los otros en el ex arrozal de Pudong, hoy convertido también en arrozal por los miles de mingones, que como Wen Puar, comen cada día cantidades ingentes de ese grano hervido que insertan en lamentables cajitas de plástico. Los mandamases les espolvorean por encima minúsculos trozos de verduras atómicas y nada de chicha. Y por eso yo le preparo estas deliciosas albóndigas a mi Mingong, que se las comerá en flamante bocadillo, para envidia de sus compañeros de penuria.
A mi Mingong le da reparo que le lleve la comida al trabajo. Quedamos detrás del contenedor donde echan los recortes de acero y nos besamos sin que nadie se dé cuenta. Su aliento apesta a tabaco, aunque los trozos de mi albóndigas paralizan, en parte, el hedor. La homosexualidad está mal vista en este país donde sin embargo sí están bien vistas las bodas de conveniencia entre hombre y mujer, el pan nuestro de cada día que prácticamente siempre desemboca en abogados.
Devora mi bocadillo con tanta violencia que pienso que esa pasión también debería gastarla en la cama donde es más frío que siete Calippos de menta. Ni dice te quieros ni suele correrse. Al menos un par de veces por semana se queda a dormir, teniendo que lavar con sumo gusto al día siguiente unas sábanas convertidas en dunas tunecinas.
-Pero dúchate Mingong. –le digo antes de pasar por el catre.
-Estoy muy cansado. –me contesta con la eterna colilla en la boca.
-Al menos lávate los dientes.
-¿Puedo con tu cepillo?
-Sí, pero no aprietes que me abres las cerdas.
El resto de mingones nos miran raro. Alguno ha venido a volcar al contenedor más restos metálicos cuando nos ha sorprendido charlando. No entienden nuestra amistad, que si supieran que es relación.
Este año nuevo chino no iré a Gansu a conocer a su familia. Mi Mingong me dice que es demasiado pronto. Lo que sí haré será llevármelo a España las próximas navidades, cuando la relación esté más asentada. Por cierto, ha devorado el bocadillo de albóndigas. Lástima que para desahogar la tráquea tuviera que beber ese agua contaminada que sirven en garrafas de no sé cuántos galones. Me preocupo por mi Mingong. Porque yo sólo deseo lo mejor para él.
Volver a casa con la tartera vacía y el corazón en un puño no se lo deseo a nadie. No derramé lágrimas aunque me agarré con fuerza a mi chaqueta, que aún contenía parte de ese polvo que acumulan los obreros. Que casi me lo esnifo. Por un momento creía que me moría, cuando desde lo alto del andamio –debía ser la planta sesenta y siete- me saludó y lo vi resbalar. No sería nada sin mi Mingong.
Quedan dos días para que se venga a dormir a casa. Lo hace cada domingo –su día libre- y los jueves, que siempre le parece mal porque se tiene que ir de casa a las cuatro, para llegar a tiempo al tajo. Sus compañeros le preguntan que dónde ha dormido, y él contesta que “de putiferios”. Así justifica una masculinidad obligada.
No sería nada sin mi Mingong. Y mañana caldo de pollo natural, con fideo cabellín y pechuga troceada. Además, otro buen bocadillo, esta vez de lomo con queso y cebolla confitada en aceite de oliva. Que sólo cocinándole supuro la herida que me genera la distancia que nos separa.
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Antonio Amat -
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