Atado de pies y manos
La 886 se esforzaba en recolocarme los músculos cuando descubrió unas impresionantes durezas en mis dedos gordos de los pies. En esas, y por sólo cuatro euros más, apareció un mozo que lijó los sobrantes mientras ella aporreaba mis brazos. No sentí momento claustrofóbico alguno, y eso que no podía moverme. Tampoco quería.
Pero todo empezó antes. Exactamente cuando buscando una casa de masajes para defecar –bonita excusa con la que hacerlo, ducharme y ser masajeado- caí en un detalle poco común: ya era imposible dar un paso más. Por lo que miré hacia arriba, descubriendo una especie de galería comercial abandonada: las escaleras mecánicas no funcionaban, no había prácticamente iluminación, y algunos locales eran madrigueras para roedores, por sus estados de absoluto abandono.
Un cartel señalaba algo un piso más arriba. Mi ano ya cedía, pudiéndolo comprobar al llegar a la casa de masajes, por lo que me apresuré sin saber qué habría allí. Y era un restaurante. Cerrado a esa hora. A su entrada, una especie de lago-pecera donde peces de colores dormitaban. Olía mal. Aunque luego olió peor, ya que en posición francamente cómoda, asenté mi trasero sobre el borde de la pecera donde sin contar hasta uno solté lastre. El mismo agua sirvió de enjuague y espero mi mierda de estiércol o alimento para unos peces que se escondieron tras unos cantos rodados.
Luego me marché, llegando ya sin presiones a mi nueva casa de masajes, donde antes de empezar los frotamientos tomé una cálida ducha con la que terminé de limpiarme zona tan compleja. Y en esas, se me presentó una Dulcinea de belleza facial inigualable, provista de un chándal y un inmenso dorsal: era la 886.
De Guizhou, de sonrisa infernal, con lunares a la altura de los labios, con delgadez infantil, con pureza extrema, me ofreció una importante colección de miradas y masajeos. También con melena al viento prodigiosa, que me hizo pensar en el porqué de llamar aun hombre con pelo largo heavy-metal y a una mujer sílfide. Luego llegó el maromo, también de Guizhou, que acortó el tamaño de mis pies, que suelen desbordarse de tanto andar por los caminos más insondables.
Y no hubo sexo. Ni parecido. Porque después de atorar una pecera, uno ya descubre que es mejor no seguir gastando balas de la pistola. Además, en aquella casa de masajes elegida al azar, y tras mi contrastada experiencia por este tipo de templos, pude darme cuenta –e incluso aceptar- que nada de lo que turba mi imaginación iba a acontecer.
La 886 se despidió del que me arregló los pies y dándome la vuelta me eché incluso un sueñecito en donde llegué a soñar que la 886 era mi pareja y que viajábamos por el mundo. Y lo hacía sólo para enseñárselo a ella y para que el mundo pudiera deleitarse visualmente con semejante tesoro. Su melena seguía turbándome.
Al salir, volvió a señalarse con extrema inocencia el brusco dorsal que le tapaba media cintura izquierda. No la besé en la boca pero sí en la mano. Entonces descubrí que algunos de mis dedos conservaban aromas a heces. Volví a ducharme.
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Joan Soler -