Reliquia, una cuestión de honor
“¿Y dices que te llamas Reliquia?, le pregunté mientras ascendíamos al taxi; “Sí. Es que cuanto más edad tengo más valgo”, me contestó, mientras se sentaba en un taxi que apestaba a su eterna colonia barata. El taxista no daba crédito: un enfermo de apariencia apuesta y una lumi de cincuenta años, nativa, con más clientes a sus espaldas que La Caixa.
-Te juro que deseo ir a tu casa –le apunté.
-Pues en mis casi treinta años de profesión podría contar con los dedos de una mano las veces que mis clientes me han pedido ir a mi casa. De hecho tú eres el único que me lo suplica. He follado en portales y jardines, la he mamado en cajeros automáticos, he pajeado en coches y hasta a un grupo de obreros en una furgoneta sin cristales, pero lo de follar en mi casa no lo llevo nada bien. Mira, ¿tú sabes en qué condiciones están mis compatriotas que no ganan mucho dinero? Pues imagínate un desecho social como yo para esta sociedad; una puta de cincuenta y dos a la que hay taxistas que no quieren llevar a las peceras.
-¿Peceras? –pregunté intrigado.
-Las peceras son los bares. Mira, es como pescar en una pecera. Echas el anzuelo y siempre cae uno, si no dos.
-¿Follas todos los días?
-Sexo siempre: o masturbación o chupada o polvo. Y ahora más, que ya no sufro la regla… Mira, una vez un austríaco iba preguntando a todas las compañeras en un bar quién tenía el periodo. Y casualmente yo lo sufría. Me llevó a su hotel y se dedicó a chuparme aquí abajo –para ayudar al contenido de la frase Reliquia se levantó la falda dejando asomar unas bragas de Hello Kitty con colores diversos- mientras yo le ayudaba a limpiarse su cara ensangrentada. Disfrutaba con eso, ¿sabes? Yo llegué a pensar que era un psicópata. Ni me penetró. Pero al terminar me pagó el doble de lo estipulado, se vistió, me besó en la mejilla, y me dijo que me fuera. Educación, saber estar, buena presencia… me dijo que era del gobierno municipal de una ciudad de su país, y que venía a ayudar a los empresarios de la zona. Tenía tres hijos. Rubio y de metro noventa. Esa noche no dormí. Aunque me ahorré un par de compresas: me dejó seca.
La casa de Reliquia era uno de esos zulos clásicos que tantas veces he visitado: quinta planta sin ascensor, sin ventana, con restos de comida y maquillaje por la única mesa del dormitorio, con la cama hecha trizas, con el baño fuera del habitáculo, sin cocina, sin aire acondicionado, con un ventilador que repartía más frío que frescor, y con un armario auténtica reliquia de modistos. “Mira, este vestido es de hace diecisiete años. Y luego dicen que los chinos fabricamos mal”, me comentó. Yo toqué la textura del mismo y creí haber pasado mis huellas dactilares sobre papel de lija. Los colores habían mutado en manchas desenfocadas y un apestoso olor me amenazó cuando acerqué mi nariz a la prenda. “¿Y te lo sigues poniendo?”, pregunté; “Sólo cuando tengo añoranzas de tiempos mejores”, masculló mientras sus dos tetas de calibres industriales descendían tras la suelta del sujetador.
-Oye, ¿tú follas siempre?
-Siempre que quieren o quiero, o sea, casi siempre.
-Es que yo no quiero follar.
-Eres muy raro sabes. ¿No querrás tú también beberte mi regla? ¡Que ya no la tengo!
-Sólo quiero besarte a tornillo, dormir abrazados, y ya veremos.
-Eres más raro que aquel austríaco, te lo prometo.
La cama era un zarzal. El paso del tiempo había generado escabrosos pinchos en las costuras de la manta y las sabanas, que eran menos suaves que una camada de erizos. Aunque la almohada sí era mi sueño: completamente amarilla, aunque en su pasado fue enteramente blanca, con zonas donde el marrón comenzaba a dominar sobre el amarillo. Posé mi cabeza sobre ella, abracé a Reliquia, y mientras sentía su piel inconmensurable sobre mi pecho debí dormirme. A las tres horas debí despertarme, semi ahogado por la presión de su cuerpo contra mi corazón, cuando tras mear en cuclillas en una papelera convertida en urinario, tomé la decisión final: cubrirla. “Joder, me follas dormida, te corres dentro al minuto y medio, y ahora me besas con lengua. Seguro que mi aliento no es el mejor”, me dijo mientras vaciaba su cavidad vaginal en la misma papelera donde justo antes había orinado.
Luego volvimos a dormirnos. Mi glande brillaba en la oscuridad de la noche. Aunque una pegatina de Hello Kitty sobre el frigorífico que atormentaba mi sueño junto a mi oreja izquierda, hizo competencia luciérnaga en una noche de zulo donde las estrellas eran mi falo y ese infantil dibujo animado que aún convierte a Reliquia en una niña con cuerpo de vieja.
A eso de las once la dejé durmiendo. Como no me pude duchar, me fui en un taxi a la carrera ante los picores generales que comenzaban a atenazarme. Shanghái estaba nublado. El tráfico era violento. Y mi taxista pensando que yo era el ‘lao wai’ tipo que querría para su hija: bien vestido, bien hablado y educado. Las apariencias engañan tanto o más que las predicciones meteorológicas. Porque hasta Reliquia, aquella puta que capté en plena calle de Tongren lu, fue en realidad un paseo por un instituto: pureza y autenticidad a partes iguales con una sobredosis desmedida de infantilismo a la moda. Hello Kitty estaría orgullosa de ella.
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