La chica del maíz
Se jalaba a dos carrillos una mazorca aceitosa, que sobresalía de un caldo amparado en una caja de plástico, mientras me introducía en una de esas casas de masajes en donde siempre sabes que nunca te saldrás vacío. Yo, fingiendo con un saludo que ocultaba mi asco, me negaba a llevar al catre a una tipa que se podría llegar a estremecerse por mis pezones mientras sus labios le chorreaban los restos de una cena copiosa. Porque cuando uno paga no quiere usar el mondadientes tras practicar el sexo más previsto.
Pero cuando me duchaba en la intemperie de la habitación apareció mi dulcinea –la misma que engullía la mazorca como si le persiguiera la Gestapo- desnudándose en un abrir y cerrar de ojos. Lo primero que me sorprendió fue que al quitarse un jersey de amplio espectro, observé que sus tetas no llevaban sujetador alguno. Y ese putismo me flagela. De hecho hasta sentí frío en una ducha que hervía por los cuatro costados. La segunda sorpresa, y que sirva de precedente, fue que la muchacha –algo más de treinta- se introdujo en mi ducha donde el espacio era inhumano y la charca –el desagüe debía conservar pelos de, al menos, quinientos tipos como yo- elevó con su presencia su capacidad, llegando a desbordar los restos de jabón y mierdas de ambos. Luego fue coser y cantar. Aunque lo del maíz me seguía mosqueando.
-Déjate de agua.
-De acuerdo.
Porque yo no soporto esas exhibiciones de vasos de agua caliente y fría, que se intercalan en la mamada, como intentando marcar el placer aunque lo que realmente consiguen es que pierda la paciencia.
A pelo fue un deleite. Porque la de la mazorca se empeñó en recordarme que incluso en los inviernos más crudos mi polla puede ser lo más parecido a un helado. La lamía de lado a lado, de arriba abajo, desde la huevera al glande, mirándome a los ojos, con una propulsión digna de cualquier ciclista que quiere batir el record de la hora mientras, y además, zigzaguea, asciende, derrapa y esprinta.
Fue tal su trabajo, esmerado y eficiente, con un desparpajo propio de una juvenil, que sobe mi camilla y ella en cuclillas, le oferté lo que tocaba: “Quiero follarte… Y sin condón”. Porque la euforia desmedida siempre es mejor que la euforia contenida. “Póntelo… que conozco este tipo de euforias”, me dijo mi mazorca que ya posaba a cuatro patas cual abeja sin aguijón sobre una camilla de operaciones transformada en jardín del sexo.
Pero es lo que tiene el vicio. Que no te vale con siete, que necesitas catorce. Por lo que tras diversas arremetidas me retiré el condón, que ya ejercía presión negativa sobre mi miembro, para dócil cual gacela, posarlo en la boca de mi presa, que supongo con restos de maíz –nunca me cayó mejor una masajista desprovista de valores que engullía mi sexo cual nueva mazorca de temporada- aprovechó la oferta para buscar ese final feliz que acabó en ducha espesa.
-No me has avisado.
-No me has dejado.
-Ya pero… mira esto.
Su cara era un poema. Y su boca una alberca. Luego nos volvimos a duchar. Ella escupió con la violencia de un ultra. Exactamente como yo hice contra su boca. Porque la vida son paralelismos intrigantes que como mazorcas de maíz te los comes hasta con sopas.
-Son trescientos –me dijo, mientras se secaba su eterno y violento matojo con la misma toalla que habíamos retirado mi semen del falso camastro.
-¿Puedo pagar con tarjeta?-, le apunté.
-Recargo del 10%- me apuntó.
-Joder con los chinos- confirmé.
Luego cerré la puerta, ya vestido, y me quedé sorprendido, incluso afectado, porque la fidelidad en los masajes es parecida a la que sufre el rey de Suazilandia, ya que al minuto se agarró del brazo de otro extranjero que cruzaba el umbral de una puerta que apestaba a caldo de maíz. Yo abonaba mi cuenta, como si tal cosa. Negocié con su compañera. Pero al final es mejor ceder ante tipas que comen a dos carillos mazorcas de maíz que ante mujeres que te revisan los billetes al pagar por si son falsos.
El taxi apestaba a ajo. Su conductor ni me sonrió. No habría follado. Y probablemente ni pagando.
2 comentarios
Joan Soler -
Olaya_Dogherty -