Judy la curiosa
Otra perla, como esos niños que patean balones en los patios de sus edificios y son fichados tras el buen ojo de un señor con corbata que cierra el contrato con el padre en el bar de abajo, bajo la tupida atmosfera de cuatro carajillos bien puestos. “¿Y yo podré ir a los partidos?”, diría el tutor, con chándal y a lo loco; “Por supuesto: quinto anfiteatro”, contestaría el receloso ojeador, harto de padres que quieren ser como sus hijos. O incluso más.
Porque Judy era más curiosa que catorce niños en un programa de televisión, de esos que los prostituyen por sus caras bonitas y sus bailes alegres mientras la audiencia se desbarra en aplausos y opiniones ultras. “Acepto tu propuesta”, me dijo Judy, antes de enfilar lo que iba a ser una noche de autos, si es que hubiera venido con nosotros algún juez o notario.
No es comprensible. Sobre todo para el resto de la humanidad. Porque al final el milagro reside en la ignorancia. Que lo que suponemos, nos pone menos que unas lentejas de lunes o un cocido de domingo. Venga novedad. Venga salida de tono. A tope por el carril del cual no sabemos el camino. Y que viva mi mente obtusa, aquella que sirve como bálsamo enfermizo para esas pobres civilizadas que arremeten contra sus vidas sólo cuando su primer descuartizador se les acerca.
Porque no es habitual que una dama, a la que acabas de conocer en un bar ramplón, se te suba a la chepa cuando le has ofrecido una de esas ofertas que no son bien vistas por la mayoría: “Conozco un puti-club donde acudo a menudo. Como ya hemos hablado antes: sígueme y mírame”. Y vuelta al inicio, que como robots industrializados repiten sin cesar. “Acepto tu propuesta”, recalcó una Judy a la que nunca supuse tan curiosa y a la vez, viciosa.
Cerca del Westin, uno de esos hoteles que sirven de cobertizo para los más pudientes, se levanta un lúgubre negocio sin neón exterior donde te sirven en bandeja de chándal a multitud de veinteañeras ex campesinas que, por dinero, te lavan el ojete sobre un camastro acuoso-aceitoso, y que luego, tras ser secados por unas toallas que homenajean al papel de lija, se acuestan con uno. Lo gracioso del entuerto es que los que pernoctan en el Westin se dan un garbeo erecto por ese mismo puti-club sin nombre aunque con personas.
Judy, con los ojos como piedras de mármol de Macael, me observaba mientras mi puta remetía esos geles de un euro el litro sobre mi desasosegante ano. La razón: luego había que chuparlo. Porque yo sólo acudo a espacios donde la intención supera a la imaginación.
-¿No quieres quitarte la ropa y participar en el debate?, le dije a una Judy que ya enrojecía.
-No, no. Pero no te desconcentres. Sigue.
La meretriz, mi meretriz, ante tamaña situación –un cliente chulesco que mientras era enjuagado analmente hablaba con otra dama de procedencia humana- se concedió el beneficio de la duda.
-¿Tiene una cámara? ¡Que no quiero que me graben!
-Tranquila: yo las películas las ruedo en casa. Tengo amigos reporteros, ¿sabes?
Mi lumi sólo sonrió cuando me corrí, alarmada ante tanto gentío en una habitación siempre confeccionada para una pareja; si acaso para un trío pero donde dos son putas y una nunca es mirona. Intentó sacarse la falda cuando yo aceleraba en el proceso. Me prometí sólo mirar. Es lo que tiene el vicio, que te saca de quicio y te proyecta más mentiras que promesas.
-La próxima vez quiero participar -me dijo mi amiga viciosa.
-Pues paga –repliqué.
Al vestirme reanudé la conversación con Judy, la cual yacía sobre la misma cama donde había vertido mi semen, porque suelo desenfundar el arma antes de redondear la jugada, a la fresca.
-¿Te parecía guapa?
-Guapa no, guapísima.
-¿Y por qué no te acercaste?
-Habrá más días. Era demasiado.
-Sí, pero casi te sacas la falda al finalizar.
-Es que soy humana, ¡joder!
Judy acabó en casa. Como cualquier persona que siente atracción por la oferta y el ofertante. Pero debe saberse que detrás de aquel cuerpo al que luego cubrí, con la ayuda de media dosis de Cialis, se esconde una dama a la que le ponen los vicios más vomitivos. Aunque para mí su enfermedad fue mi espejo. Ojalá no peque de pardilla y dé ese salto adelante que reclaman todas aquellas personas que se acuestan ofuscadas. Porque contra la depresión y el vacío sólo hay una salida: cumplir tus sueños. Por muy viciosos que éstos sean.
Al salir de casa cerró la puerta con sigilo. Habíamos intercambiado sus bragas y mis calzoncillos antes de que yo me quedara dormido, extenuado. Me encantó levantarme seis horas después con el ojete apretado por una rosácea tela que aún conservaba cierta humedad. Qué de placeres da la vida.
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