Primera enseñanza a Naranja con final feliz
“O sea, que un masaje sí”, le dije; “Sí. No tengo dinero para ellos y me has hablado muy bien de los mismos. Soy china y nunca he podido disfrutar de ellos. Me hace ilusión”, corroboró una Naranja que apestaba a colonia y a la que los ojos le brillaban tanto que creí verla llorar. Y yo, que rápidamente me apunto a cumplir los sueños de un señorita que apunta maneras y anda suelta de cabeza. “Yo también de aceite. Como tú”, terminó por apuntarme mi chica favorita en el mundo con nombre de fruta.
Mientras caminábamos por una noche que ya pertenecía a su madrugada fui decidiendo dónde debíamos ir. Conozco, al menos en esta ciudad, diez lugares aptos para el masaje: con final feliz, donde se folla directamente, limpios, semi limpios, y turbios. Como la chica me preguntó el primer día que quedamos por sexo y drogas, incrustada en su apariencia de escolar pero apestando a futura terrorista, sobrepasé una línea que ya ella se había saltado previamente. Por lo que acudimos a uno semi limpio donde, incluido en el precio -150 yuanes- te hacen levitar, con tu culo convertido en diana aceitosa, y que al darte la vuelta, te acaban de agitar la cosa, por lo de la felicidad del cliente. Porque en China el cliente nunca lleva la razón aunque siempre puede solicitar su paja.
La llegada fue de lo más provocativa: el mismo vicioso de cuarenta años, que dos veces por semana va a que lo agiten, y una cuasi menor, que aunque tuviera diecinueve, aparenta quince. O tal vez dieciséis. Su vestimenta continuada con falda escocesa y mochila escolar repleta de libros al hombro –en homenaje a ese guitarrista de los ACDC que se me hizo pesado por su repetitiva indumentaria- hicieron dudar seriamente a las empleadas que te reciben en minifalda cortísima en si dejarla o no pasar. Pero ya lo he dicho por activa y por pasiva: en China manda el dinero por encima de cualquier de valor o prohibición.
-Está un poco sucio. Y huele raro. -me dijo una Naranja que aún no conocía las reglas del juego.
-Puedes quitarte la ropa. Ponte este calzoncillo azul de papel y túmbate bocabajo.
-Me da vergüenza que me veas desnuda.
-No es desnuda. Es casi desnuda. Además, yo estaré igual que tú. Y recuerda que estaremos separados el uno del otro aunque en esta misma habitación. Y bocabajo, para comenzar. Por lo tanto no nos veremos las caras.
-¿Te puedes dar la vuelta mientras me cambio?
Y mientras me di la vuelta, e intentando imaginarme su excelso cuerpo lechoso, me di de bruces con la papelera, que junto a mi pierna derecha, cargaba con, al menos, tres detonaciones testiculares de clientes anteriores. Llevaba razón Naranja cuando decía que olía raro. Los restos de papeles higiénicos, el semen empapándolo, los calzoncillos de papel azul desgarrados, alguna colilla… qué bucólico, me dije, mientras caí en la cuenta de que ya debía haberse cambiado y acostado.
-¡Me has visto un pecho!, -me dijo semi alterada, mientras se tumbaba deprisa y corriendo sobre un camastro que debía cargar con no pocas historias superiores a las de la papelera. Que verla allí, posada como una mariposa en un geranio rebosante de polen, fue un golpe mental que me hizo tomar la misma posición que ella con una enorme sonrisa en los labios.
Luego llegaron las damas. Porque en este tipo de sitios sólo hay mujeres. Que a lo mejor hasta estoy sentando precedente para que comiencen los finales felices para señoras realizados por hombres. Que ya va siendo hora.
-¿De dónde eres?, le pregunté curioso. De hecho es la misma duda que siempre me quiero sacar de encima, como si mis intereses por correrme tuvieran otro diferente a llevar el censo de las gayoleras.
-De Chengdu.
-¿Y la que está con mi amiga?
-De Xi’an.
-¿Me puedes quitar ya el calzoncillo?, le dije sin ningún tipo de rubor.
-Está prohibido. –como intentando persuadirme de no asustar a mi compañera, que aparte de menor, debían pensar que era mi pareja.
Dejé pasar los tres cuartos de hora de rigor donde te recolocan la espalda –porque yo siempre elijo pajódromos donde, aparte del extra, te ayudan en tu físico- para corroborar dos cosas: que las reglas del juego habían cambiado –mi culo seguía preso de prendas ya demasiado molestas- y que Naranja dormía, como cualquier china que es masajeada bocabajo sobre una cama con colchón. Que al final, como todos los que vivimos aquí sabemos, no hay hedor que no permita darse una cabezadita, incluso, a la moza más reluciente y repleta de perfume de la ciudad.
Pero no se podía dilatar más el momento: llegaba la hora de darnos la vuelta. Mi masajista, superada por los acontecimientos, tartamudeó al solicitarme el movimiento. Naranja despertó, dejando asomar unas tetas pequeñas pero más erectas que mi falo. Se hizo la dormida, como buena china. Y el paisaje, brutal: una de diecinueve semi desnuda, manoseada por las manos del vicio; y un tipo cercano a la vejez, enfermo de la cabeza, suplicando a mi masajista que me retirara el único harapo agarrado a mi cuerpo. Porque por supuesto, fui, en mis poses de actor consagrado, rompiendo el papel por la zona de mi huevera. Ella seguía negando la mayor, incluso con cara de asustada. “¡Que te he dicho que me masturbes!”, le grité al oído. La papelera llena de restos orgánicos ayudaba a que esa postal hubiera sido filmada por algún astuto cineasta. Ideas gratis, para que veáis.
El colmo fue tener que pagarle cien yuanes extras a mi muchacha. Porque yo cedo el título tan cercano de ‘muchacha’ a toda aquella dama que me manosea por espacio de, al menos, una hora. Aceptó la oferta. Lo repito: el dinero rompe hasta la barrera del sonido en China. No hay futuro. Aunque me molestó que se sacara un extra por algo que ya venía incluido en el precio. Debe ser que esas manos llenas de callos por aplastar escrotos, sufren cuando ven a una cálida señorita, además paisana –no lo olvidemos-, cerca de un enfermo de tomo y lomo. Hasta soñé despierto con una intervención policial contra el vicio. Y yo y mi casi menor detenidos. Y luego, en la misma celda.
Comenzó el azote del diablo mientras Naranja, en posición infantil, mantenía un ojo como abierto y el otro cerrado. A ella no la masturbaron. Y yo fui feliz rondando el delito. Y lo mejor: las únicas que sufrieron, las masajistas.
Luego ya en casa, acostados en mi camastro, ella evitó cualquier recuerdo de la parte final para declarárseme encantada. “Me ha fascinado el masaje. ¿Qué tal el tuyo?”.
El chino miente. Y la china el doble. Luego dormimos abrazados. Que los alcohólicos no pueden descargar la metralleta dos veces en el intervalo una hora. De hecho, yo ya sólo cargo con una granada de mano. Efectiva pero única, como la picadura de las avispas. Que luego mueren tras descargar. Yo aún no. Afortunadamente.
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abalon -