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MOCHALES

Pechos sublimes, pubis prescindible

Tal como descendía del taxi ascendí al mismo. El taxista no daba crédito, cuando acababa de cerrar la mano que había previamente levemente acariciado recogiendo mis vueltas. Ella se sentó atrás, alta como una portería, mayor como un árbitro, y vestida como nunca querrías ver a tu madre. No se despatarró porque ya había sido madre. Pero sí que negoció el precio del polvo en un taxi que apestaba a colonia burda. El taxista seguía amputado. De hecho, y en medio de nuestra conversación, llegó a subir a todo volumen un emisor de radio casi tan viejo como mi dama, a la que señalé cuando recogía mis vueltas, desamparada, en plena esquina, dando voz al sexo de pago: al mayoritario. Al que te saca de un apuro antes de sacarte de quicio.

 

En casa la cosa fue muy plácida. Salvo por los mosquitos, que en tromba y como siempre, se posaron en todas las partes de mi cuerpo que en ese momento estaban desnudas. O sea, en la totalidad del mismo. Enrojecido de tanto rascarme, aproveché para obligar a mi señora a dejarse de trapos y desnudarse. Como yo. Pero me sorprendió su argucia: “Págame antes y hasta me despellejo”. Sentí tanta emoción que casi dejé de rascarme. Luego le pagué y proseguí mi enfermedad viendo como se descubría partes de su cuerpo que sólo me imaginaba previamente. Por ejemplo: los pechos, que parecían solapados en el vacío ensordecedor de un sujetador molesto y un vestido desapañado, pasaron a ser la pubertad hecha mamellas. Increíble. Inaudito. Desproporcionado. Porque luego, y al bajarse la braga –por cierto, tan erótica-festiva como desasosegante- observé, aún manoteando a un buen arsenal de insectos, que aquello no era más que la desembocadura del ser humano. Una alcantarilla sin formas, que aunque sin hedor, proyectaba una depresión inaudita. Hasta llegué a plantearme el no acercarme a esa zona, la cual por cierto, nadaba en pelos violentos. Como tiene que ser, dirán los expertos.

 

-Has sido madre, ¿verdad?

 

-Dos veces. Y dos abortos.

 

-Los abortos cuando eras puta.

 

-Mira guapo, que yo siempre les obligo a ponerme el condón.

 

A los diez minutos mi falo, libre de plásticos, sondeaba su cavidad sin más protección que la dirección de su amo, que con la tranquilidad de un niño, decidió posar el obsequio testicular sin más aviso que ese apretón que le das a la víctima y esa cara que se te deforma segundos antes de la devolución. Fueron trescientos yuanes más a añadir al precio inicial. Porque todo tiene un precio. Y la mentira una oferta.

 

-Yo nunca hago esto. –me dijo la que se recogía la carga que ya le chorreaba por el colchón.

 

-Ya. Ni yo tampoco. Sólo cuando me obligan.

 

-¿No tendré sida? –me preguntó ofuscada.

 

-Apostaría cien yuanes contra uno a que antes que yo lo coges tú.

 

Y mientras se secaba con mi toalla en una ducha convertida en lago, reconocí que la fuerza del dinero, anudada a la del vicio, puede llegar a causar estragos en esta sociedad, ya de por sí fraudulenta. Luego se fue. Dejando en casa ese rastro a lumi que sólo pueden causar unos perfumes que sólo aspiras cuando abonas por sexo.

 

-Si he pillado algo te llamaré. –me dijo antes de que le cerrara la puerta.

 

-Si es niño llámale Manolo. Y si es niña Asunción. Es que no me gustan los niños. –le contesté.

 

Luego se generó tal vacío en casa que quise volver a llamarla. Había bebido mucho. Ya amanecía. Me masturbé pensando en sus pechos. Sustituyendo su cara por otras mejores. De su pubis sólo me acordé cuando me encontré uno de sus sublimes pelos rizados en mi almohada. No soy racista. Pero deseo dormir tranquilo. 

2 comentarios

Joan Soler -

Charles Bukowski estaría orgulloso de ti...jaja...

Antología -

De verdad, dedicate a escribir de una puta vez.