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MOCHALES

Naranja

Así se hace llamar. Porque en China se ofrece una libertad a borbotones que como era previsible –por extraña-, es tomada por sus ciudadanos como maletines con fajos de billetes de cien yuanes a la puerta de sus hogares: rebautizarse para acceder al mercado extranjero, para mutar a otra persona que no deja de ser un personaje del mismo.

 

-Así que Naranja. –le dije.

 

-Sí. Es que me gusta esa fruta.

 

Diecinueve años alumbraban a tremendo porte. Ni dos décadas de vida y ya gastaba dos nombres, mi universitaria favorita, una cantonesa de metro y medio de altura y doscientos quilates de valor. La conocí de cualquier manera. Y ayer quedé con ella, por petición suya, para visitar su universidad y compartir un almuerzo, que como era previsible, tornó en siesta.

 

Lo que no tenía previsto es que Naranja iba a soltarse el pelo de manera indiscreta. Vestida de colegiala –y mientras sus labios se deleitaban con los palillos que le llenaban la boca de comida- destrozó todas mis apuestas iniciales: “Es la primera vez que quedo con un hombre con experiencia y quiero preguntarte sobre sexo. ¿Te has ido alguna vez de putas?”. Antes de contestar me acordé de todos mis principios, y de los de los demás, que suelen saltar por los aires cada vez que el camino se embarra. “Más de cuatrocientas veces –le contesté-. De hecho creo que me he ido más de putas que en aviones he montado, que deben ya superar los tres centenares de veces”.

 

-Oye, ¿y cuándo te vas con ellas practicas sexo?

 

-No siempre. A veces sólo deseo ver dónde viven; cómo y qué cocinan; sobre qué colchón duermen. Olerlas. Paladearlas. Más veces de las que te podrías imaginar sólo he dormido con ellas, abrazado. Porque ese tipo de gente, aparte de dinero, necesita cariño.

 

Se lo debió creer, porque al medio minuto exigió su abrazo correspondiente. “Yo también necesito que me abracen”, me dijo, mientras el aceite cancerígeno con el que se habían cocinado nuestros platos se le desbordaba por su barbilla enrojecida de granos y demás maquillajes coquetos.

 

 

-Oye, ¿y de drogas?

 

-Las he probado todas. Siempre fui un tipo muy curioso.

 

-Yo también las quiero probar.

 

-Eso está bien. Pero hazlo siempre en buena compañía. Y dilátalo hasta que seas más mujer.

 

Mientras escupía la frase que le recordaba su excelsa pubertad, realizó, con su escolar falda escocesa, un acertado cruce de piernas que me dejó petrificado. Estamos en sus manos. Ni todo el dinero del mundo podría llegar a calmar a un hombre necesitado. El sexo es la droga, la droga es el aperitivo, y la vida se reduce a ver cómo ellas muerden la almohada. Luego telefoneas a los cercanos, para que quede constancia de que has vuelto a meter un gol. En esa contabilidad del mediocre que siempre sueña con superar a sus eternos amigos.

 

Las chinas son simples. Por lo que después de comer sólo quedaron dos salidas: follar o dormir la siesta. Me decanté por lo segundo, sin descartar la primera opción, porque era lunes, tenía diecinueve años, iba con la indumentaria escolar y la mochila a cuestas, y estábamos a doscientos metros de una facultad infectada de tipas como ella. La playa ayudó a que nos pudiéramos recostar sobre un bosque inventado, apoyando nuestras cabezas en su maleta, y dejándonos rozar lo suficiente como para que comenzáramos a enroscarnos las manos, preludio del beso de tornillo interminable que siempre sella todo lo que vendrá después. Los pájaros trinaban; los petroleros nos amenazaban; las hormigas ascendían por mis riñones; el sueño se hizo realidad, mientras paladeaba su fresca saliva, aún libre de otras bocas.

 

Es difícil dormir del todo cuando la persona que transita a un centímetro de ti huele a flores. Además, la mezcolanza de extremidades propias y ajenas entrelazadas hicieron que la parte que se estira de mi sexo superara en tamaño la media que suelo atesorar cada vez que me tumbo a echar una siesta. Manoseos, sujetadores desabrochados, y recordatorio frío y pesado de que eran las tres de la tarde y la chica, aparte de tener clase a las cuatro, estaba siendo observada por todos los transeúntes que adoran echarse fotos en la orilla de una playa ficticia con una magnífico horizonte de petroleros. A mí preferían esquivarme. Suele pasar, que pasan dos coches y sólo te fijas en el deportivo descapotable.

 

-Bueno, me tengo que marchar. Pero me gustaría volver a quedar. Soy muy feliz.

 

¿Feliz de besarte a medio día con un alcohólico que supera el doble de tu edad?, me pregunté, mientras me marchaba en un taxi que apestaba a macho. Luego calibré sus últimas palabras: “No me da vergüenza: quiero aprender sexo. Sólo lo he hecho dos veces. Y tú, tienes experiencia”. Pues nada, trabajo para el fin de semana, me dije. Si su padre, que rondará mis años, hubiera estado presente en tamaña charla, se habría lanzado al vacío desde lo alto de la torreta de luz más oxidada gritando en su desesperación: “¿Pero qué hemos hecho para merecernos esto?”. Su esposa, en tierra, recogería el cadáver con la frialdad de un chino que sabe que la vida es un inmenso obstáculo donde a veces asoma un pedazo de trayecto. 

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