Sin pestillo
Orinaba en abundancia cuando la puerta dejó de ocultar la salida. Tras ella, una dama que aún no había confirmado que donde ella iba a orinar ya había otro meando. Fueron cuatro segundos. Los suficientes como para que preparara la escena: me la saqué aún más y, desechando el váter, asomé el miembro de perfil. Y ella bien que se informó de lo que acontecía.
En los siguientes seis segundos, la jovenzuela borracha, que salía hacia atrás del cuartucho –y ya sabemos que la psicomotricidad cuando está bebido no es un mérito-, acabó derrapando sobre esas clásicas charcas de orinas que generamos los que bebemos en los bares. Porque es curioso, uno trinca en su casa, o en la de un amigo, durante una procelosa cena, y nunca, repito: nunca, se atreve a encharcar los aseos del que invita, que además, ha cocinado. Debe ser alguna neurona que nos indica que cuando abonas tienes derecho a todo. Y volvemos al problema de los derechos, ¿para qué tantos si no sabemos utilizarlos?
Y bueno. Ella que se asienta sobre un mar amarillo, y yo, que raudo y veloz, me acerco a ella, aún sin enfundar la espada, cayendo ella en la cuenta que aquello era un atentado, una violación, un secuestro en toda regla. Yo, para amenizar la fiesta, usé el pestillo de la puerta, más que nada para evitar que otro u otra repitieran la jugada. Que la multitud no es erótica.
Y ella allí, asentada sobre la meada, chapoteando sobre la misma, y gritando -¿por qué no?- contra un tipo que sólo deseaba sacarla de allí. Eso sí, con el pene fuera, que a veces, no ayuda a que la afectada se crea tu cometido. “¡Fuera! Fuera!”, repetía sin cesar, mientras yo me enfundaba un arma que aún goteaba.
Y allí que nos vimos los dos. Yo, recién meado; y ella, recién mojada. Yo, tranquilo; ella, angustiada. Como si el pestillo no pudiera abrirse de nuevo, como si al cruzar el umbral de la puerta se hubiera encontrado con un asesino en serie.
Sé que le afectó que yo supiera que había visto mi miembro. Porque para una mujer siempre es mejor sentirlo que observarlo. Y más si el contrincante es un desconocido que te regala su brazo para auparte sobra la orina de doscientos criminales, de doscientos asesinos desposeídos de inteligencia alguna.
No nos quedamos. Aunque yo lo intenté: “¿Quieres que te seque?”, dije. Salió corriendo. Me sorprenden las actitudes de las mujeres que no te conocen. Que luego te conocen y te follan sobre la misma charca donde antes se ahogaban. Mierda de formalismos.
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