Viagra a la francesa
Duele que no se te levante salvo que lleves bebiendo más de dos días, viajando algo más de uno y la contrincante, sin necesidad de volcar sangre a ninguna parte de su cuerpo, lleve puesta una camiseta –camisola decíamos en los ochenta- de Ribery, ese feo eterno que le da tan bien a la pelota como aparenta ser más alto de lo bajo que es.
Pero ante las leyes de la física y del alcoholismo sólo queda un magnífico trayecto: agacharse bajo su pubis y lamer en todas las direcciones. Sólo los que andamos sobrados de amor –el vicio no es más que uno de sus largos brazos- sabemos que, ante un ataque de la naturaleza, sólo nos quedan armas de nuestras épocas lactantes.
Pero mientras acentuaba la presión con mi lengua fuera de sí, y cuando ella ya comenzaba a dejar de estirarme el pelo –mala señal cuando no se te levanta-, recordé que hace meses –al menos cuatro- un amigo me regaló una de esas pastillas que dicen, levanta algo más que el ánimo. Eran las nueve de la mañana, apestaba a alcohol, y ella ya no disponía de más flujo con el que colmarme mi boca alpargatera, que tras treinta y tantas horas de bar en bar, sólo deseaba cerrarse y descansar.
Pero aquel recuerdo –los mejores suelen brotar cerca de acostarnos, a punto de morir o dominados por una cuba de hectolitros de vino- me animó a rebuscar entre mi cámara de fotos, que entre ella y su funda, debía contener la pastilla mágica.
No crean que acepté infarto de miocardio como posibilidad de irme al otro barrio. Tal vez la ingesta no me permitía ver más allá del coño de la Ribery –“no te quites la camiseta”, le dije mientras le arrancaba las bragas-, que sin sospecharlo, sufrió dos tremendas arremetidas del alma de mi falo, dominado por efectos químicos de una pastilla color piel que casó con mi pene con la misma efectividad que mi padre casó a mi madre, hace ya décadas.
Por supuesto, este tipo de mentiras no se explayan –de ahí el dopaje desmesurado entre los deportistas-, por lo que tras veinte minutos dubitativos dardeé hacia la diana, que sorprendida tras tanta lengua, cedió ante lo primero en tres horas que no contenía saliva. “¿Qué te pasa?”, me dijo la ex bañada en babas; “Nada, que me ve ha venido la inspiración”.
La verdad es que la señorita, de origen francés, iba tocada con la camiseta del futbolista galo porque a la hora que la convencí para sudar (la camiseta) en la madrugada, salía de uno de esos bares donde aparte de pantallas emitiendo partidos sólo hay bastardos uniformados con las indumentarias de sus ídolos. “¿Y a ti qué te gusta de Ribery? –le dije- ¿Su careto?”. Al instante me comía la boca previo desprecio a mi insulto. Ganamos, por cierto. Aunque yo eyaculé fuera. Exactamente sobre el dorsal número siete, que hoy mismo debe estar dando vueltas en una lavadora ignorante de las manchas que la colman.
La viagra, por cierto, sutilmente violenta. Y yo, en una mañana calurosa y egoístamente airosa, sólo deseaba ver el resumen del partido tras la humillación al equipo del gallo, ahogado en mi éxito.
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Yo día -