Dos días enclaustrado (en una casa de masajes)
Mi casa no me interesa. Son tres habitaciones y un salón que parecen inevitablemente dormidos. Las pisadas de mis pies desnudos tras las duchas mañaneras remarcan que no hay quien higienice mi supuesto hogar. La terraza, además, que siempre mantengo abierta en pelea ventosa constante con las ventanas, trae todo tipo de visitantes al piso: cucarachas, mosquitos, y una enorme capa de mierda: la que genera el día a día chino.
Antes de ayer me enclaustré en mi casa de masajes favorita. Lo hago allí porque dispongo de la confianza suficiente como para quedarme a dormir, ducharme al día siguiente, y recibir unos calurosos ‘buenos días’ con un té de aguachirri que te sirven en un vaso de plástico conato de ilegalidad. No falla. Y sin sobretasa en el precio del masaje.
Allí llegué tras la ingesta masiva de botellas de vino. Vivo bien, la verdad, dándole a la botella y plasmándolo todo en una cara que cada vez se me deforma más. Las ojeras reclaman su permanencia constante bajo unos ojos que ya no brillan; mi piel, otrora morena, malvive en un mezcolanza de blanco mortecino y amarillo mandarín; mis piernas, siempre fortachonas, sufren de calambres gracias a que nueve de cada diez veces que consigo acostarme, lo hago bajo un buen chorrazo de aire acondicionado semi congelado. Es lo que tiene ser alcohólico; que no hay manera de controlar la temperatura hasta que el pedo ha dejado paso a la resaca diaria. Y eso suele ocurrir ya tarde, de buena mañana, cuando mis gemelos me avisan que ya no pueden más. Cuando el habitáculo es la cámara frigorífica de cualquier carnicería de barrio.
La número seis llegó algo distante. La verdad, no reconocí bien ni su talla ni su gesto, por lo que me volqué de cara hacia el colchón para iniciar el ritual de cada madrugada. La espalda, con fuerza; el culo, lejano; las piernas, deslizándose. Pero bocarriba comenzó el salto adelante, que esta vez no se redujo a la mísera paja. Primero, tanteó mis pezones con argucia, como si fueran los suyos un domingo de autoservicio; para luego realizar un movimiento que en ajedrez hubiéramos denominado ‘jaque mate’. Porque la número seis, a la que su pechumbre hacía insignificante su dorsal, decidió de manera automática posar su pubis contra mi cintura y restregarse como si un ejercito de hormigas estuvieran peleándose en su excelsa vagina. Porque tras retirarle el pantalón descubrí que aquello era una cavidad de la que al menos, habían salida dos fetos.
Recalco que el lugar donde acudo posee ojo de buey de interesante dimensiones sobre una puerta que no dispone de pestillo. Y que en mis, al menos, veinte visitas anteriores, nadie se dignó siquiera a mirarme a los ojos. O sea, que aquella sorpresa debía venir causada por algún tipo de calor corporal extraño y violento que tomó el cuerpo de mi número seis, que en un instante trotaba sobre mi falo que ya amenazaba lluvia. Y llovió. Como todo fue inesperado no hubo tiempo de desplegar el paraguas.
Y allí que me quedé dormitando. Antes me enjugué los restos de ambos flujos para pasando por el lavabo, untar mis partes en esos jabones que aderezan las duchas de las casas de masajes que en Europa, seguro, serían ilegales. Que uno en China siente más miedo cuando se embadurna en geles sospechosos que cuando arremete sin protección contra un número con alma y sin nombre. Me levanté con un profundo dolor de cabeza, toqué el timbre y apareció un maromo con cuatro vasos de té. Ya me conocen. Me los bebí como si hubiera despertado en el desierto. Seguí durmiendo.
Al día siguiente tocaron gin-tonics. Creo que once. Perdí la cuenta cuando perdí la cuenta de los bares, creo que cinco. Y tras los diferentes noes de las camareras, que apuntan alto al tomarte la comanda y bajo cuando les invitas a casa, tomé el mismo camino que el día anterior, cuando el vicio domina tu descanso y te obliga a pasar por caja.
La número seis volvió a aparecer. Esta vez me sonrió. Nuestro nido de amor, diferente, poseía un extraño esquinazo que nos permitió gozar del momento por espacio de quince minutos. Desnudos a la luz de la vela, con la única orden por su parte de no gemir ni hacer ruido, volví a posar la semilla que siempre vierto donde no debo y contra quien no amo. Como la duración del masaje es de cien minutos, se quedó la hora y pico restante dormitando sobre mi pecho, que latía alborotado de tanto esfuerzo tras semejante ingesta. “Te quiero”, me dijo, en un perfecto mandarín. Porque mi desahogo de las dos pasadas noches no es más que un señora –de cuarenta, seguro- a la que la vida la ha pateado en todas las direcciones menos en la correcta. Por eso, por sus desdichas, se agarró a un clavo ardiendo que no es más que un alcohólico que siempre hace ejercicio en las madrugadas más tenebrosas.
Por la mañana sonó una llamada en mi móvil, que como una alarma me destrozó un supuesto descanso que mutó a martirio. Porque lo peor de las resacas no es sufrirlas, sino despertarte y saber que las tienes. Esta vez fueron seis vasos de té. Mi padecimiento se merecía semejante afrenta. Porque luego, y tras el café doble, comprobé como la arritmia comenzaba a juguetear con la resaca; y ésta, a su vez, con un intratable dolor de costado y un importante tirón en el muslo izquierdo. Eso sí, tras la ducha con gel radiactivo y sin peinar, parecía mucho más apuesto que la inmensa gama de perdedores que cada día transitan buscando dinero para llevar a casa.
Y luego llegué a la oficina, donde nadie podía imaginarse de dónde venía. La recepcionista, incluso, me calificó de ‘guapo’. Llevaba la misma ropa que ayer y antes de ayer. Porque en China pocos caen en esos detalles cuando casi toda la población repite conjunto un día sí y otro también. Luego me lavé los dientes. Que el que no sabe dónde va a dormir siempre carga con un recambio de cepillo y una pasta dentífrica. Japonesa, por supuesto.
1 comentario
teluric -
salud berrocalera desde el fondo de un tom collins...