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MOCHALES

Volver por el camino asfaltado

Salí a la calle sin calzoncillos. Como previendo lo que quería que se me viniera encima. Soñando con una meretriz cincuentona que me abriera la puerta de su zulo. Elucubrando cómo serían sus repisas. Y sus armarios. Y el agujero en el suelo donde, en cuclillas, sueltan lastre. Junto a un lavabo torcido. Que gotea agua contaminada. Sin ventana. Con más desagüe que lo que chupan los orificios de unas esquinas a punto de abrirse en canal.

 

Primero cené algo. Realmente lo hice para que la ingesta alcohólica no cayera en saco roto, preludio de estómago ídem. Fue en un Charmant donde por primera vez en más de cuatrocientas visitas –si no me quedo corto- la comida no estaba correcta. Suele pasar: un taiwanés –o cualquier occidental- intenta marcar una línea adecuada en este inmenso despropósito, y al cabo de los años acaba siendo engullido por la ilegalidad. Algunos luchan contra ello. Otros ponen todo de su parte.

 

Tras alargar la noche –una docena de Kirin ayudaron a que el reloj corriera libre- busqué con ahínco la orilla del vicio. La ribera de la auténtica verdad, aquella a la que la muchedumbre (humanidad) no es capaz de enfrentarse. Porque en este mundo no hay nada mejor ni peor que el mismo ser humano, que desde torticero a grandioso, puede llegar a colmar cada adjetivo, por muy lejano que esté el uno del otro, porque somos errores, somos humanos.

 

Antes de pillar el taxi a Tongren lu, esquina Nanjing lu, recargué la bodega (hígado) en el Lawson de mi casa, que a escasos metros del Charmant justifica tantas visitas. En la cercana tienda veinticuatro horas, donde mis Asahi de medio litro contrarrestan tanto consumo de su contrincante Kirin, deambulé por sus pasillos a sabiendas del profundo interés que la cajera cuarentona remarca en mí. Cada vez que pasa el escáner por las latas de cebada suelo proyectar mi iris hacia su inconmensurable trasero, que a sabiendas que nunca habrá sido sido poseído como es debido, no deja de atraerme. Porque esta noche que venía marcada en rojo en mi almanaque, sito en un pasillo de mi casa, junto a un desconchón abrumador, iba dedicada a esas señoras chinas de otras generaciones que nunca saborearon el placer de sentirse fuera de órbita. De acostarse con un extranjero. Y el camino más fácil para encontrar a ese tipo de milagros es el camino asfaltado. El pago.

 

Con mi lata de cerveza cerca de acabarse llegué hasta la puerta del Manhattan, donde una caterva de putas desvencijadas –allí debía merodear mi presa- se me izaron a la espalda con la idea de sacarme la camiseta. Tras refugiarme en mi antebrazo, escudo protector, conseguí entrar al mismo Manhattan, puti-club donde los haya, para simulando ir al baño donde instante me revolví para salir por la misma puerta. El mismo grupo de meretrices se entretenía en ese mismo momento con un occidental algo perdido.

 

Finalmente, y cuando dejaba atrás una tienda de la zona donde adquirí otra cerveza (japonesa, gracias), me di de bruces con Mandy, una cincuentona que cumplía todos los requisitos por los que salí aquella noche a pastar sin calzoncillos: precio asequible (200 yuanes, unos 24 euros), edad adecuada, vestimenta prodigiosa (la misma desde hace una semana: me temo), y hogar-zulo cercano: en plena Concesión Francesa, entre Wuyuan lu y Wulumuqi lu.

 

“¿Nos duchamos?”, me preguntó una Mandy que no aceptaba la ingesta de falos que habían rociado previamente cantidades exageradas de líquido amarillento. “Cuando quieras, –le repliqué- pero debes aceptar que un consumidor de cerveza que sale de casa a eso de las ocho y te encuentra a las tres, ha debido orinar una docena de veces”. Sin mediar palabra, untó de gel mi glande –al final de las putas habrá que medir sus ansias higiénicas por las zonas a engullir: el ano lo olvidó- para al instante cubrir la zona con una toalla que nunca pudo llegar a secar por la extremada cantidad de usos para la que había sido dispuesta. Mientras ella se fue hacia el camastro yo me quedé paladeando aquella toalla que alguna vez tuvo que ser áspera  y que ahora era un trapo agujereado, desnutrido y maloliente. Debe saberse que ese trozo de tela era su paño de cocina, su secador de cuerpo y muy probablemente su alfombrilla, cuando el invierno arrecia y los pies se congelan. Si pudiera hablar semejante trapo. Cuántos miembros de todo tipo de gentes habrán pasado por tan milagroso harapo. Cuánto hay que aprender de este tipo de señoras, que sin ningún tipo de modismos, modernidades ni seguridad, salen a las calles ennegrecidas de unas noches que siempre acaban en día. Y de rodillas.

 

-Sabes, no quiero sexo.

-¿Por?

-Quiero dormir abrazado. Ya mañana vemos qué podemos hacer.

-Perfecto. Pero yo ronco.

 

Mandy y yo nos tapamos con una colcha infectada de ácaros. La luz se apagó. Pero antes, descubrí que a los pies de nuestro colchón una sartén mantenía un digno salteado de tofu, pimientos y cebolla. Podía llevar cocinado unos cuantos días. Quién sabe. En todo el zulo no había frigorífico alguno. Un saco de arroz abierto, junto al baño, me llamó la atención. Dos tomates junto al tocador fueron el remate definitivo. Luego le busqué los pechos entre la oscuridad: sabían a rancio. A ropa vieja. Creo que me empezó a picar el cuerpo. Pero desperté a la mañana siguiente. Feliz.

 

Mandy, tras saciarme de sexo mañanero, me convidó a su desayuno: tofu con pimientos y verduras. La habitación olía a perros muertos. Aunque la imagen proyectaba pureza extrema: una cincuentona desnuda, salteando en cuclillas un plato recalentado ni se sabe las veces. Deseché la invitación. Aunque me despedí con un beso de tornillo. Luego se puso a comer. Afortunadamente. 

2 comentarios

Osezno -

Increible reportaje poético.

Carlos B -

Cálidas nalgas

este Viernes por la noche
las muchachas mejicanas en el carnaval católico
parecen muy buenas
sus maridos andan en los bares
y las muchachas mejicanas lucen jóvenes
nariz aguileña con tremendos ojazos,
cálidas nalgas en apretados bluyines
han sido agarradas de algún modo,
sus maridos andan cansados de esos culos calientes
y las muchachas mejicanas caminan con sus hijos,
existe una tristeza real en sus ojazos
como si recordaran noches cuando sus bien parecidos hombres-
les dijeron tantas cosas bellas
cosas bellas que ellas nunca escucharán de nuevo,
y bajo la luna y en los relampagueos de las
luces del carnaval
lo veo todo y me paro silencioso y lo lamento por ellas.
ellas me ven observando-
el viejo chivo nos está mirando
está mirando a nuestros ojos;
ellas sonríen una a otra, hablan, salen juntas,
ríen, me miran por encima de sus hombros.
camino hacia una caseta
ponga una moneda de diez en el número once y gane un pastel
de chocolate con 13 coloreadas colombinas en la
cima
suficiente por demás para un ex-católico
y un admirador de los calientes y jóvenes y
no usados ya más
afligidos culos de las mejicanas.