Cincuenta años de vida
Julia olía a polvos de talco. No me preguntéis por qué, pero desprendía un fuerte tufo a almacén de bebé. Se me acercó mientras yo bebía cerveza en la barra de un bar cualquiera, atraída por no sé cuál fuerza de la gravedad masculina. “¿Estás sólo?”, me dijo, mientras se sentaba junto a mí antes de recibir respuesta.
Las francesas cincuentonas son muy sabias. Tanto, que son capaces de pedir una excedencia en el ayuntamiento de Toulouse y recorrerse medio mundo buscando un milagro que le durará el año sabático que le permite la excedencia. Que en España sólo viajan los clérigos chiís del paro, que amparados además en los ahorros de sus familiares, se hacen fuertes donde el débil no puede salir a flote.
-Bésame –me dijo, mientras mirábamos el cielo contaminado de la noche shanghainesa.
-Las estrellas no existen. Dejémoslo.
-No, aquí. En este callejón.
Y Julia me llevó a un atolón de la vida. A un emblema del mal. A uno de esos espacios insalubres almidonados en mierda donde la vida diaria está repleta de puestos y gentío, y la nocturna es sólo una parte sucia visual y maloliente nasal del día que se vino abajo.
-Quiero besarte.
-Hazlo.
Y la muy adulta me bajó el pantalón, sin agarrar el calzoncillo, para agarrar mi mustio miembro que no se esperaba semejante embestida. No fueron más que cinco minutos. Los suficientes para que ella consiguiera lo que buscaba y yo gimiera en aquel callejón convertido en trastero del mundo. Una rata me miró. Lo juro. Llegué a apreciar su hedor, abominable.
-¿Tienes papel? –me dijo una Julia con las manos cuasi amputadas.
-No. Pero puedes limpiarte en el capó de ese coche.
-¿Estás loco? Yo nunca desperdicio la savia del amor. No la voy pegando en cada esquina, en cada coche cubierto de polvo.
-Allá tú. O eso o manténtelo hasta que cristalice. No te hará daño, eso seguro.
Finalmente entramos en un McDonald’s. No suelo acudir a esos locales cancerígenos, pero debe saberse que en China tienden a estar abiertos del orden de veinticuatro horas, con unos baños mediocres, aunque pervertidos por los estándares de limpieza del primer mundo. O sea: había papel.
-Yo aquí no como –me dijo una Julia recién limpia aunque indignada por mi propuesta culinaria.
-Yo nunca ceno hamburguesas. Pero si querías limpiarte el semen debíamos venir aquí. Porque en China sólo encuentras papel a esta hora de la madrugada en un sitio como este. Por cierto, ¿por qué hueles a polvos de talco?
-¿Cómo lo sabes? –entre sorprendida y avergonzada.
-Tengo el olfato de un catador de vino.
-¿Pero si bebías gin-tónic?
-No quedaba.
Finalmente nos fuimos a su hotel. Que a mí me encanta ver dónde residen mis presas. Y más si levantan cincuenta años desde su nacimiento. Me enseñó las fotos de sus hijos: ella. De 24, estudiante en Boston, una rubia de mirada lasciva. “Estará follando”, pensé; y él, un perdedor de 27, según me dijo ella, “dejó de estudiar y sigue viviendo en mi casa. Ni tiene novia ni realmente sé su sexo”.
Es difícil encontrar a mujeres con medio siglo de edad que han dejado su vida y sus putos sueldos fijos con pagas extras y vacaciones en la Europa del placer, para recorrer una Asia que, según los economistas, crece pero sigue siendo un terreno controlable. Que la economía sigue dictando la ley de vida. Cuántos laosianos habrán muerto sin haber conocido el mal. O lo desconocido. O mejor dicho: ¿existirá algún asiático, sin contar japoneses o surcoreanos, que hayan dejado todo para recorrer mundo? no por falta de ganas, sino por falta de estado de bienestar.
-Por cierto, puedes decirme el porqué del olor a polvos de talco.
-¿De verdad lo quieres saber?
-Sí. Es para poder dormir.
-Me escocía ahí abajo. El calor es tremendo.
En ese momento entendí su afán por estirar nuestro sexo oral en aquel callejón siniestro. En ese instante comprobé que mi olfato no erraba. Suerte que pregunté, que así pudimos dormir abrazados sin temor a ser obligado a introducir mi miembro en un agujero, presupongo, viscoso. Aunque achuchó lo suyo para repetir con la boca. Aunque debo reconocer que dormí a pierna suelta, sin más temores que mis olores a polvos de talco que más de una vez en la eternidad de la noche llenaron mis pulcras manazas de restos blanquecinos. Me asusté la primera vez, “¿serían polvos de ántrax?”, me dije. Pero al momento asocié imagen y olor, realidad y memoria, y superé esos dramas que nos encogen el corazón pero que duran dos segundos. Cuántos habrán muerto de paros cardiacos por golpes como este. Corazón, aspersor del cerebro, tan alejado del resto del cuerpo.
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careto -