Un paseo por las estrellas
Hay una esquina en Wanchai que no se la salta un gitano. El triángulo que forman las calles Luard, Jaffe y Lockhart, desde donde se acumula un intenso tráfico de meretrices, travelazos y clientes, estos últimos con un estilo mucho más decadente, agarrados a unas latas de cerveza del 7Eleven, recalentadas por sus sucias manos, las mismas que agasajan a unas perdedoras que deambulan con la esperanza de poder rascar bola.
Ayer recorrí esa zona de conflicto no menos de doce veces. Como si hubiera estado bajo los efectos de una secta maligna. Pero simplemente hacia tiempo para llegar al aeropuerto. Y no hay mejor manera para esperar un vuelo a primera hora de la mañana –y más si estás en Hong Kong- que dejándote caer por Wanchai, un barrio infectado de realidad, un templo de la venérea, un retrato real de los devaneos generales hasta donde se asoma el ser humano, ejemplo absoluto de su proveniencia del animal más pendenciero.
Llegué a defecar en un extraño baño público dentro de un parque con cancha de baloncesto. Olía a lejía –en China no existe ese utensilio contra la barbarie- y me concentré en atinar en el ancho agujero. Casi fallo. Aunque lo peor fue corroborar que no quedaba papel. Las latas de medio litro de Asahi suelen provocar este tipo de errores. Mi libreta de papel reciclado donde suelo tomar apuntes hizo las veces de Scottex. Luego lancé tiros ficticios desde una línea de tres agrandada. Entraban limpias, lo juro.
Pero en mi enésimo paseo por el mismo cielo me di de bruces conmigo mismo hace diecisiete años, cuando recién llegado a Madrid solía apretujarme en zulos insalubres con sidosas preñadas, con negras que desprendían un intenso olor a tigre y con travelos de barba de cuatro días. Eran tiempos de crecimiento. Y bien que llegué alto: mido 1’91.
Pero ayer, un veinteañero si llegaba a la edad, usando su bolsa del ordenador como parapeto, se acercaba como el que no quería la cosa con la fauna más diversa, con la realidad que casi nadie quiere admitir. Me sentí reflejado. Llegó a morrear en un portal con una sidosa con escasez de piezas dentales para luego hacer la conga callejera con una negra que nació negro. No sé si llegaría a culminar su gesta. Pero me quité el sombrero para brindar con otra lata de medio litro de cebada por un muchacho que no quería perderse ninguna de las prórrogas de la vida.
Yo me mantuve lejano. Como los alcohólicos que se excitan más con la siguiente compra que con arrimar cebolleta. Atrás quedaron las épocas en donde las erecciones eran mayores a las borracheras. Pero todo eso pasó.
Sólo contuve la respiración una vez. Y fue porque acepté el envite de una enferma terminal -sin músculos, sólo con huesos- que desprendía un olor a muerte que alimentaba. Le pasé la mano por el lomo, como a los perros apaleados, y la dejé marchar. Sus ojos inyectados en sangre y sus pómulos contraídos anunciaban que algo iba a ocurrirle. Y pronto.
Luego me compré el South China Morning Post, dos latas más de Asahi, y me incrusté en un Metro que aún no estaba muy prieto. Y ya en el tren que te lleva al aeropuerto de Hong Kong, rodeado de recién levantados que apestan a perfume y cremas hidratantes, pude observar que ellos me miraban a mí como yo observaba a mis estrellas de Wanchai una hora antes, aquellas que pasean desvencijadas, plenas de rumores factibles, buscando surtidores de dinero con los que poder seguir aguantando.
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