Dentro de Mongolia
Mongolia es un país completamente desconocido para el mundo entero. Los chinos piensan que esa tierra es suya, cuando la que ellos les quitaron les pertenece a los mongoles; los europeos no sabrían ni colocarlos en el mapa; y los americanos se quedaron en la vida y obra de Genghis Kahn, ídolo conquistador que ha marcado a sangre y fuego el carácter permutable de un pueblo ahogado en alcohol. Mi visita hace dos años a semejante brutalidad de la naturaleza se saldó con uno de los mejores viajes que jamás haya realizado. Bebí como un cosaco, o mejor dicho como un mongol, viendo como se partían las caras desde hombres contra hombres, hasta mujeres contra hombres, pasando por hembras entre sí. Luego se abrazaban. O se dejaban de hablar. El alcohol, sin duda, era la mecha de aquel salvajismo entrañable. Y las temperaturas extremas la excusa para darle a la botella.
Hace cinco días corroboré que aquel carácter fuerte sigue siendo su característica más contrastable. Tstetsegé bebía. Y según le fuera dando el viento te arreaba una hostia o un beso con lengua. De los abrazos a las patadas. Y de las risas a las lágrimas. Ella buscaba clientes; pero debe saberse que el honor el alcohólico es respetar sus vicios antes que los del resto. Y darle a la botella era mucho más cercano que regatear un acto por dinero.
Yo, con la experiencia que atesoro en este tipo de envites, me fui alejando de mi presa para ver cómo iba desencajando a golpes a todos los que se le acercaban. Un italiano, enfarlopado hasta las cejas, fue el primero que recibió el enviste de Tsetsegé: “¿Pero cómo que follar con seis? ¿Estás loco?”. La verdad es que llevaba razón. Que hay que estar o muy mal de la mollera o con la misma hasta los topes de cocaína para realizar semejante oferta.
Un alemán de sesenta años se le acercó por la retaguardia. Al principio se lo tomó como a un peluche, acariciándole en sus zonas nobles y mordiéndole en su cuello arrugado; pero al instante, en ese bipolarismo que sólo los mongoles entienden, le arreó un buen manotazo que hizo tambalearse al germano. El error de éste fue correr mucho con la oferta y no entender que al borracho no hay que sacarle de un bar por dinero, sino porque ya no queda nadie.
El tercero y último que fue aborrecido por Tsetsegé fue un chino sin sentido. Que ya es raro que el Den cargue con nativos a las seis de la mañana. Pesado como él sólo, le metió mano a la mongola hasta que ésta, cerca de perder el equilibrio, le asestó un certero empujón que hizo que el mandarín se cayera de hocicos. Fue tal el susto, que se levantó del suelo y salió a tal velocidad, que los escasos viandantes que callejeaban llegaron a plantearse que había robado la caja del bar.
Y ahí seguía yo. Esperando. Agazapado. Convencido de mi victoria. Aunque la dificultad era máxima ante la tremenda pea que disfrutaba Tsetsegé. Le hacía gestos, desde la distancia, como saludándola; y ella me reprochaba con caras de asco y manotazos al aire. Pero me acerqué. Sólo quedábamos seis personas en todo el Den. Y ya había amanecido.
-Quiero que te vengas conmigo.
-Fuera.
-Sí, me voy a ir pero contigo.
-¡Que te vayas! –con intento de agresión que esquivé cual boxeador con cintura.
-Estaré aquí hasta que anochezca. Esperándote. Eres mi sueño.
Tras bastantes dimes y diretes la cogí de la mano, apreciando el tremendo calor que desprendían. Y ya luego todo fue coser y cantar. Un beso. Otro con lengua. Un mordisco en mi barbilla –la marca aún perdura-. Un escupitajo en pleno ojo izquierdo, que deslucieron mis gafas. Otro beso hasta la garganta. Y un tirón que di de ella hacia la salida del Den que en España hubiera valido para que me hubieran denunciado por violencia de género. Degeneran.
Ya en el taxi fui dominado por la presa, pasando a ser yo el cervatillo decapitado, rol que acepté hasta llegar a su zulo, una habitación de hotel que ya hubiera querido para sí Henry Chinaski: el váter atorado, el suelo repleto de botellas vacías de alcohol, bragas sucias en las cortinas, y la cama echa un tremendo vertedero. Pero me encantó. Yo siempre había soñado con vivir en un lugar como ese. La tele estaba encendida. Y la señal de ‘no molestar’ llevaría encendida desde hace meses, exactamente desde que ni cambia las sábanas ni recuerda de qué color es su moqueta.
El acto fue simple. Previsible. Sin forcejeos. Tras una importante felación donde sus dientes hicieron en mi falo las veces de rastrillo, me posé sobre ella como sólo lo saben hacer los borrachos: sin condón y con la mercancía en la puerta. Fueron dos minutos. La emboté, en homenaje a su váter. Luego nos dormimos. Pero yo desperté ante otro intento de Tsetsegé de llevarse más placer. Tras denegarla –mi cabeza quería pero su hijo no- aproveché que se hacía la dormida –por dolida- para saquearla por segunda vez: me fui sin despedirme y sin pagarla. La verdad es que sólo me quedaban doscientos yuanes. Si me acuerdo volveré un día de estos. Era la habitación 508. El número de la suerte, como dicen estos chinos supersticiosos.
@RodrigoMochales (Twitter)
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