Jirafa
Llegué al portal de su casa agarrándola como un poseso; y no por intenciones manoseantes sino por ayudarla a no romperse la crisma contra cualquier escalón de unas escaleras convertidas en punzones amenazantes, que cuando ella resbalaba mis tendones crujían como esas chocolatinas de gasolinera que hacen la vida fácil de los que no aman sus vidas. Y además les regalan no sé qué cosas.
Luego llegó el chorrazo, desprevenido, que no me aturdió tanto por lo visible sino por el sonido: un torrente de orina despiadada que descendía por ambos lomos de su digno cuerpo con el propósito de encharcar la entrada de su hogar que yo me disponía a desvirgar con las llaves que acaba de sacar de su bolsillo también humedecido de esa lluvia dorada que sabe mejor cuando te la preparas y no cuando te la planta una mujer sin previo aviso homenajeando a las jirafas africanas. Apestaba a meada y yo aún sentía algo por ella en un colmo enfermizo que no me hizo retractarme en mis primerizas intenciones, que como todo el mundo sabe siempre son tan simplista como animalescas.
He visto muchos documentales porque las tardes muertas a los quince años no se pasan esnifando, siquiera bebiendo. Pero esa cascada de orina, que como una visión milagrosa salida de sus muslos me dejó perenne a su imagen, me ha afectado de tal manera que me pasé la mañana siguiente, cuando marchó de su casa para ir al trabajo dejándome con las llaves y la cabeza afectada, como un enfermo mental, olisqueando unas bragas empapadas y unos pantalones acartonados refugio nasal de una milésima parte de lo que una buena moza, con estudios, puede llegar a lanzar por su vagina cuando anda atropellada de alcohol y morosa de descanso.
No la hice el acto por defecto de fábrica. Que tras enjuagarla al rato de enjabonarla, sufrí esa tendencia de los pobres de sentimientos que no se atreven a horadar lo cuidado. Por lo que mientras ella roncaba como un asilo lleno de viejos hasta la bandera, pasé a conectarme a internet, mira tú por dónde, buscando meadas en la red, o sea, pérdidas de orina que se van por las redes de pescar, por los vicios de los que no sabemos cómo detener esta maraña de ideas enfermas.
Eyaculé semen, que ya fue un acierto, ya que si me llega a salir pis del glande hubiera tenido que llamar a Alcohólicos Anónimos, al menos, para saciar ese dilema que nos queda a todos los borrachos, que tras beber sin parar nos creemos más de lo que somos, muchas veces menos.
A la mañana siguiente dijo no recordar nada; pero al rato me dio las llaves de su casa con la idea de devolvérselas y volver a vernos. Pero claro, ¿quién queda dos veces con una tipa que se te mea encima en plena escalera? ¿Acaso uno desea enamorarse de una persona treintañera con incontinencias que ya avisan de la inundación a la vejez?
Creo que la besé al despedirse. Porque la caballerosidad no deja espacio a las pérdidas de orina. Al tomarme el café en el bar más cercano a su casa divagué con la posibilidad de que todas las mujeres del mundo, al mamarse y llevarte a sus casas, se te mean vestidas, de frente, a catarata. Pero tras diluir la ilusión pedí la cuenta. Eran dos dólares. Que el café cada día está más caro. Como follar con extranjeras expatriadas y bien pagadas en un sudeste asiático convertido en auténtico orinal de Occidente.
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