En el parque
Acabo de llegar de un pequeño parque en la calle de Hengshan lu, junto a Gao’an lu. Allí, con tres arbolillos que dan cierto paisaje a tan pequeño trozo de espacio, me he encontrado con las necesidades primarias del ser humano en un formato diferente. A ver, seré más claro: dos mendigos, él y ella, ella y él, masturbándose mutuamente ante la atenta mirada de la nada. Porque en China dos mendigos son basura.
Yo, que solamente quería alargar mi vuelta al triste hogar, deambulaba sin saber bien el camino cuando aprovechando ese pedazo de milagroso verde, siempre colapsado del estruendoso tráfico, me he colado entre ellos, como el que sí quiere la cosa. La clave me la ha dado el ver como sus manos se cruzaban bajo una chaqueta verdosa que les hacía de parapeto pero que con el trajín parecía magma en movimiento.
Me acerqué con el sigilo del vicioso, que tras una puerta mal cerrada desea no ser pillado para dar rienda suelta a sus deseos más naturales. Y bien que no se dieron cuenta, agradecimiento que sus almas me donaron porque si llego a ser visto sus manoseos hubieran tenido un triste final.
Una zona acotada me sirvió de refugio, donde confirmé que veía sus caras y el ajetreo de sus manos bajo la lona de la chaqueta; y desde allí imaginé sus palabras que no llegaba a escuchar, palabras de amor, de ánimo, de cierto vicio.
Para el pedigüeño, para el vagabundo, sus dramas no son más que las penas de sí mismos. Que si China, en general, es un país duro, no les digo nada cuando el afectado tiene pinta de estiércol, vaga en vez de camina, y apesta en vez de huele. El pueblo los rechaza, con el mismo afecto que ahora ellos se meten mano, en el fulgor de una mañana que sólo me ha mostrado esta dosis de vida.
Ella debe haber terminado, porque ahora es él quién brama con sus manos fuera de la chaqueta. Ella debe estar perfilando un bonito trabajo que iniciaron nuestros antepasados, y que hoy, por errores de transición, se realiza en solitario, previo pago o con la mujer de cada uno. Debe estar cerca el final porque ella aprieta; porque en la masturbación hacia el hombre el final es el todo.
Lo que más me duele es ser observado por numerosos chinos que caminan robotizados por Hengshan lu. Me miran a mí, por estar dentro de un jardín acotado, sobre un manto de césped lleno de polución, cuando la verdad, la pureza, el milagro absoluto, está aconteciendo a tres metros míos, a otros tantos de sus cabezas, bajo una techumbre, sobre un banco donde dos mendigos se masturban como paso más cercano al avance de la humanidad. Aquí nadie sabe qué hacen esos mendigos. Me encantaría estar con ellos, acurrucándolos, perteneciendo a esa costrosa chaqueta verde que nunca pensó su diseñador valdría de camastro sexual para dos manos y dos sexos, para dos adelantados a su tiempo.
No he querido masturbarme porque habría incendiado a este triste pueblo. Pero lo que no hice es quedarme sin mi dosis de buena suerte: me acerqué a ellos, ya reincorporados de sus tareas primarias, y les di la mano, como saludándolos, aunque realmente quería sentir el calor de sus dedos, con los restos del fragor de la batalla más bendita.
Dos mendigos masturbándose. Desde la caída de una cascada de agua pura la humanidad no había previsto semejante hartazgo de belleza. Siento mucho no haber estado entre ellos.
@RodrigoMochales (Twitter)
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