Cuento de Navidad
Tendría yo 28 años. Vivía en Madrid, rodeado de las ilusiones del veinteañero que comienzan a desvanecerse al llegar a los treinta. Novias intercambiables, bares repetidos, amigos fraudulentos, mañanas resacosas. Todo, más o menos, como dictaba el guión de los crápulas, asociación de la que formo parte sin haberme parado a pensar en ello.
Aquella mañana navideña me desperté por la interacción de la farlopa, que te puede dejar dormir pero a la que te levantas, ya sea a mear o beber agua, descubres que todo era mentira, que tu sueño se ha evaporado, que la cabeza te da vueltas, que los bolsillos están vacíos.
Yo vivía en un hostal, en mi habitación simplista, donde tenía acceso a todo aunque no tuviera de nada. Y en aquel lavabo, de donde manaba un agua casi congelada, posé los primeros restos nasales de un día navideño que para una nariz es un día cualquiera. Serían las dos de la tarde y debí acostarme a eso de las siete. Antes, como de costumbre, pasé por Atocha 45, una vivienda donde te surten de muchachas a las que nunca puedes cubrir a causa de la cantidad de sustancias que te has llegado a meter.
La nariz seguía expulsando mocos de colores, del amarillo más griposo al rojo más sanguinolento, cuando escuché algo tras la ventana. Me acerqué, pensando que la había dejado abierta y que alguna corriente la hacía sonar, cuando me encontré con Papa Noel, el auténtico: un finlandés de 1’95, grande, con cara de báltico y barbas peludas. Antes de emitir el primer sonido intenté recordar si algún ácido surcaba mis venas. Pero no. Sólo fue farlopa y de la mala. Giré la cara y le volví a mirar. Y allí estaba. Definitivamente Papa Noel había venido a verme.
-Creo que eres el último.
-¿El último de qué?
-En el reparto.
-¿Qué repartes?
-Soy Papa Noel, joder. A España llego ya tarde, hacéis muy mala vida. Y a ti te tenía puesto a partir de las tres. Y son las tres y veinte.
-Joder. Qué sorpresa. Me dejas que me duche, me arregle y nos vamos a dar una vuelta.
-Yo tengo que volver. Mi vuelo sale a eso de las ocho.
-A Helsinki, imagino.
-Sí. Luego me pillo uno interno a Rovaniemi. Y allí justifico mi trabajo con los albaranes de entrega.
-¿Y a mí qué me traes?
Mientras me duchaba seguían brotando de mis narices sorprendentes restos mucosos y químicos que resbalaban desde mis piernas a causa de la fuerza de la ducha. Luego se perdían por el desagüe mientras intentaba enjabonarme la espalda y descifrar que aquella aparición mariana era real.
-¿Sigues ahí? –grité desde la ducha.
-Sí. Estaba hojeando el periódico. Ya veo que la sección que más te gusta es la de contactos.
-No es la que más me gusta. Es la última que leo antes de acostarme ya que siempre intento encontrar un alma caritativa que vacíe mis intenciones.
- ¿Y la encontraste?
-No. Pero fui aquí al lado, a Atocha 45, que abre 24 horas y siempre da buen servicio.
-¿Te gastas mucho en putas?
-Lo que no está escrito.
Mientras me secaba seguía intentando comprender qué cojones hacía Papa Noel en mi habitación. Yo no creo en milagros. Y menos en tradiciones. Pero aquello era tan real como el frío que sentía al retirar la toalla de mi cuerpo recién secado.
-Oye, una pregunta. ¿Y por qué no has entrado por la puerta?
-Joder. Si entro por la puerta me ve todo el mundo. Además, al hacerlo por la ventana, justifico mi contrato. Que no es lo mismo que te vea un niño escalando por una terraza que subiendo en un ascensor. Hay que mantenerles la ilusión.
-Ya… oye, ¿y te has caído alguna vez?
Sorprendentemente Papa Noel y yo nos fuimos a tomar el aperitivo. Sin noticias de mi regalo decidimos hacer tiempo hasta que saliera su vuelo. Debía estar en Barajas a eso de las seis y media. Nos quedaban, pues, dos horas largas. La primera parada fue el Bar Milano, en la Plaza Matute, donde Mari nos atendió como siempre: seca aunque real.
-¿Qué quieres Rodrigo?
-Primero Feliz Navidad. Y luego ponme dos cañas. Y aceitunas.
-Feliz Navidad. Por cierto, ¿y este quién es?
-Un amigo finlandés.
-¿Y qué hace disfrazado de Papa Noel?
-Venimos de un after. Ya sabes.
Las cañas, de Cruzcampo, perfectamente servidas, con unas patatas de churrero y unas aceitunas algo flojas. La máquina tragaperras sonando a trapo con un chino que se estaba dejando hasta los dientes. El sol, maravilloso de Madrid, alumbrando el interior del Milano donde Papa Noel y yo tomábamos unas cervezas y nos contábamos nuestras cosas.
-Oye, ya vamos a dejarnos de hostias. ¿Cómo te llamas? ¿Y quítate la barba?
-Me llamo Kalevi. Y no me quito la barba porque es mía. Lo que me voy a quitar es el traje, que luego en los controles del aeropuerto me ponen muchas pegas.
-¿Qué tal la vida repartiendo regalos?
-No, si yo soy funcionario de correos. Lo que pasa es que al ser de Rovaniemi y estar así fornido y barbudo, el gobierno de mi país me subcontrata para repartir regalos en Navidad. Yo suelo pedir Andorra, que allí siempre se levantan más temprano y acabo antes. Pero por alguna extraña razón siempre me tocan lugares complejos: el año pasado Sevilla, donde perdí el vuelo de vuelta; y ahora Madrid, donde macho, os levantáis muy tarde.
-Pero si es Navidad, ¿a qué hora quieres que me levante?
-El problema es que para que yo pueda repartir la persona tiene que estar acostada. Y se crea un vacío desproporcionado entre los niños, todos en la cama a eso de las once, y vosotros, que ya amaneciendo empezáis a recogeros.
-Sí. La verdad es que España es un país bastante fiestero. Pero bueno, no son pocos los finlandeses que se vienen aquí a vivir. Yo tengo un amigo en el sur, Gusi, que tiene un bar.
-Ya lo habréis vuelto loco. Allí abajo están bastante peor que aquí.
Tras abonar las cañas –Mari siempre nos mete un palo importante en la cuenta- invité a Kalevi a tomarnos otras en Il Caffé de Roma, una franquicia donde se desayuna transformada en centro de recogida de alcohólicos, triperos y demás fiesteros. Entre semana, lugar de napolitanas de crema y cafés; y en fines de semana o festivos, cañas a tope con auténticos perdidos que se unen sin conocerse.
-Mira Kalevi, esos dos que están en la barra son el Camper y Martín. Son muy asiduos a esa esquina del local cualquier sábado o domingo. Llegan a eso de las ocho y a veces, como hoy, se quedan hasta que cae la noche. Sólo beben cañas, se meten speed y alargan sus maravillosos cartones de Hoffman. Te puedes acercar a ellos que ni te ven. Están todo el día riendo, a veces carcajeándose hasta el extremo, y pidiendo cañas sin parar. Son la felicidad. Los envidio.
-¿Y cómo dices que se llaman?
-Camper y Martín.
-¿A ver que mire?... Pues no. No los tengo en la lista.
-Estos pasan de todo. Yo creo que ni saben que hoy es Navidad.
-¿Nos tomamos un vodka?
El alcoholismo de mi compañero era inusualmente cercano al mío. Y antes de coger su vuelo de vuelta a casa nos metimos cinco tragos a palo seco. Como dice él que hay que tomar el vodka.
-Bueno compañero. Ha sido un placer pasar este rato contigo. Tengo que volver. Con el alcohol que me he metido creo que dormiré en el taxi.
-El placer ha sido mío. Sorprendido me dejaste al verte entrar por la ventana y triste me quedo ahora al ver que te vas.
-Quédate con tus amigos. Aquellos de la barra.
-No. Que va. Esos andan en otra dimensión. Yo me voy a ir a meditar por las calles. A buscar bares ocultos. A seguir bebiendo. A conocer a gente. Y luego, lo de siempre.
-Cuídate Rodrigo.
-Cuídate Kalevi. Por cierto, ¿qué regalo me traías?
-Ninguno. Alguien me escribió advirtiéndome para que te conociera. Que lo pasaría bien. Y así ha sido. Gracias.
-Gracias a ti. Y que sepas que yo soy de los Reyes Magos. Pero ahora que lo pienso me hubiera impresionado más ver entrar a tres tíos con coronas y camellos. Me hubieran echado del hostal.
La compañía de Kalevi fue un gran regalo de Navidad. La verdad es que ese tipo de amistades me llenan de ánimo para seguir viviendo. Sólo esperaba volver a verle. Pero en esa época ya me gastaba tanto dinero en vicios que me hubiera sido imposible cogerme un vuelo a Finlandia. Además, mi sueño siempre fue vivir en el norte de Europa. Por cierto, qué bueno estaba el crianza de Ruiz Villanueva. Vino manchego, toledano para ser exactos, que se sale de la horma de esa tierra. Me bebí un par de botellas. Y la camarera, guapísima.
@RodrigoMochales (Twitter)
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