Follarse a Amy Martín
-Cariño, ¿qué opinas de lo que dice tu jefe, que también dice ser ahora tu marido, por la boca de su mujer en la realidad virtual? Y pásame el papel higiénico, por favor.
-A mí esa gente me da igual.
-Ya, pero cobraste de la Fundación Ideas del PSOE.
-No era yo.
-¿Y entonces quién escribía?
-Mi madre, que ya falleció: Iluminación Martín Braojos, que nació en Linares porque en Bailén no había hospital. Y me puso ‘Amy’, por lo de ‘a mi ése (Pancho, mi padre) me toca los cojones’. Porque la dejó abandonada, ¿sabes?
-¿Te quedas conmigo?
-No. Si acaso tú, que desde que te has enterado por la prensa, como toda la gama de colores del PSOE de que yo era noticia, te has aprovechado para correrte dentro de mí siete veces, cual toro que cubre, como si yo fuera un alma en pena y tú un enchufe con la única energía.
-Mira, no me andes con literatura barata. Que si me he corrido dentro de ti es porque sé que no existes.
-¡¿Qué no existo?! ¡¿Y entonces qué es esto?! –señalándose su pubis.
-Eso es parte del decorado de esta vida irreal, como tus textos a tres mil euros, como esa Fundación Ideas, como ese 11M cometido por vendedores de hachís en tardes de parques tristes de Lavapiés.
-¡Rodrigo! Te diré si existo mañana, cuando tengamos que levantarnos de esta cama convertida en campo de tiro para que el médico de guardia me provea de esa pastilla que evita quedarse embarazada a las personas a las que se le acaban de correr dentro.
-Amy. O Laura. O Elsa. O Natalia. O Pepa. O Ester. O Isabel. O Pescado. O Estefanía. O qué más da. Yo me he corrido dentro de ti porque tú eres un aura, un milagro sin ser reconocido; de hecho pareces un ente que ya debe más que escribe: lo peor.
-Yo nunca escribí, Rodrigo. Yo impartí lecciones. Pero nadie me lo supo, en su día, reconocer; y hoy, no hay persona que acepte que yo era la Cela con coño, el único milagro literario que no sólo meaba sentada, sino que ni se afeitaba ni bebía orujo tras los almuerzos.
-Amy, vas de lo que no eres. Te recuerdo que ayer llegué a tu casa, te bajaste las bragas con suma facilidad –te había conocido en una gasolinera mientras llenaba mi tanque, sinónimo de lo que iba a acontecer después- y me dejaste que depositara el volumen de mis huevos no sin intentar impedírmelo, sino contribuyendo a ello, susurrándome al oído mediante gritos contenidos que “lo tuyo pertenece a mí”. Y claro, a mí que no me aprieten.
-Eres un falsario. Mucho más que yo.
-Y una pregunta, si no te molesta: ¿eres Irene Zoé Alameda?
-No. Soy tu escupidera donde depositas tus instintos, donde echas tus vacíos interiores, donde dices que vuelcas tus impulsos.
-¿Te echaron de Suecia?
-Y yo ahora te echo de casa.
-¡Pero si no existes!
-Entonces, ¿dónde te crees que te has corrido?
-En el váter bonita, en el váter. Que esto es sólo una conversación conmigo mismo.
Y entonces desapareció. Como el semen y el papel higiénico acartonado que se llevó el agua de la cisterna. Como la mierda que no deposité en el váter pero supuse que, si hubiera sido así, se habría marchado, con la corriente. Porque Amy Martin no olía a tinta. Ni siquiera a folio. Era, simplemente, una insinuación, una imagen cristiana, un milagro irreal con el que si no me hubiera dejado follármelo me hubiera estado masturbando nueve meses seguidos. A razón de siete gayolas al día. Hasta que la prensa –que no la jurisprudencia- hubiera olvidado semejante drama de una España a la que ya sólo le faltaba una rubiaza como Dios manda, que no sólo sabe escribir, sino que cobra miles de euros por ser quien nadie sabe quién es.
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Celesemine -