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MOCHALES

Melonari: una cuestión de pechos

-Me llamo Aurora. Y soy de Bilbao.

 

-Me acababas de decir que eras de Baracaldo.

 

-Bueno, es que ahora vivo allí. Pero yo soy de Bilbao. Del mismo Bilbao.

 

A Aurora -Melonari por lo que queda de texto-, me la encontré en la cutre playa de Ostres, en Sihanoukville, la ciudad más fea de Camboya convertida en prostíbulo barato y alcoholera mediocre de los mochileros americanos y europeos que acuden allí a darse un chapuzón a dólar y medio. Porque Melonari era como ellos: lo lúgubre al extremo, la piel rojiza de pronto sobre un manto blanco de espinillas y grumos, la voz exasperante que te truena hasta en la ducha, y la melena vacía de una pre-calva cuando surque los sesenta. Aunque mientras, disimulaba sus carencias con unos pechos arrogantes en tamaño y violentos en sus movimientos. Aunque gritaba demasiado.

 

-¡Qué te bañes Itziar! ¡Que no está fría!

 

Itziar era su compañera de fatigas; una jamelga de Sestao que sí que aparentaba mayor entidad. Pero claro, a uno le aseguran el reintegro y ya prefiere no jugarse el resto de la partida. Y por esa razón de perdedor me quedé con Melonari, a la que llamé así porque me la imaginaba todo el tiempo partiendo troncos en su tiempo libre, como esos aizkolaris a los que parece que se quisieran amputar las extremidades inferiores para salir en los informativos del país. O al menos del País Vasco.

 

Luego entablamos esa conversación –a solas, en un restaurante donde nadie comía, algunos pocos bebíamos y todos fumaban marihuana como si la fueran a prohibir al día siguiente- que sabes va a desembocar en camastro, no porque haya sido acordado el postre sino porque estamos programados para, cuando una pareja que se acaba de conocer y se decide a pasar de pantalla, debe verse obligada a follar.

 

-Mi hermana va a tener trillizos.

 

-Joder, ¿sois todos los vascos así?

 

-¿A qué te refieres?

 

De los españoles –incluidos vascos y catalanes; todos tan parecidos- no soporto esa ambición por hacerte creer que sus familiares, lo que cocinan en sus pueblos y sus regiones, son lo mejor; demasiadas veces lo único. Fue tan insoportable el delirio –“¡No sabes cómo hace mi madre el marmitako!, me gritó siete veces- que decidí cortar de cuajo la hemorragia de berridos que amenazaba con desangrarme el tímpano. Que mientras le chupaba los pechos en su bungaló apestoso, prometí no probar guiso vasco hasta que no se me pasara la borrachera euskalduna. Llegué a decirle ‘agur’, cuando tras una ducha salada probé a marcharme a la carrera. casi sin mirar atrás. 

 

Debo reconocer que el polvo no estuvo mal, con ella sobre mí, asfixiándome por esa manía que tenía de volcarse hacía delante –o sea, hacía mi cara- cada vez que quería llegar a su clímax, que en sí era mi muerte. Pero votaba. Digo si votaba. Luego conseguí convencerla para eyacular cuando a los siete segundos llamaba a la puerta Itziar. Que si llega a pegar los nudillos veinte segundos antes me habría despojado de Melonari por haber cubierto a su amiga, que en los casos generales, suele estar mejor que la que te estás tirando. Yo, como iba sólo, no tuve problemas de envidias o competiciones: iba a follar seguro.

 

-Si vas por Bilbao me llamas.

 

-Pero si vives en Baracaldo, joder.

 

Luego, en el tuk-tuk de vuelta a mi hotelucho, divagué sobre las posibilidades que tengo de volverme a España; que gracias a Melonari, entre otras tantas causas, son inexistentes.

 

Y me paré a darme un masaje. Otro, ¡qué más da! Porque en Asia la mujer nunca pesa, siquiera, la mitad que uno. Y Melonari, incluso habiéndola amputado las mamas con un serrucho, habría seguido superando el peso recomendable que recomienda el médico de cabecera.

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